Chile ante el pasillo

[Autor: Carlos Figueroa. Fuente: Wikimedia Chile]

¿Qué país puede preservar sus libertades si a sus gobernantes no se les advierte, de vez en cuando, que su pueblo conserva el espíritu de resistencia?

La pregunta anterior se la hacen Daren Acemoglu (MIT) y James A. Robinson (Universidad de Chicago) en su libro El pasillo estrecho: Estados, sociedades y libertad, a lo largo del cual desarrollan la siguiente tesis: la libertad, la prosperidad y el bienestar solo evolucionan si se produce un delicado equilibrio – el pasillo estrecho – entre un Estado que controla la violencia, hace cumplir las leyes y proporciona servicios públicos esenciales y una sociedad que lo limita, lo controla y se enfrenta a él y a las élites políticas.

En otras palabras, “un Estado fuerte es necesario para una vida en la que las personas tienen poder para hacer elecciones y luchar por ellas. Una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar al Estado fuerte.” Así, para que el Estado rinda cuentas es necesario que la sociedad se movilice y se implique activamente en la política.

Dicen Acemoglu y Robinson que es central que la sociedad se organice y, si hace falta, se rebele contra el Estado y las élites para defender y reclamar lo que se le prometió, incluso “a través de medios no institucionales”.

HACE UN AÑO


Hace un año, el fin de semana del 18 de octubre de 2019, la sociedad chilena se rebeló contra el Estado. A un coste altísimo: dieciocho personas muertas y cerca de dos mil detenidos solo durante aquel fin de semana, cuantiosísimos daños materiales en todo el país y una fractura social muy difícil reparar.

En caliente, pocos días después, escribía un artículo sobre lo que, a mi juicio, habían sido los desencadenantes de aquel movimiento: la extrema desigualdad del país y un sistema que la fomenta (o, al menos, no la combate); un modelo productivo que no ha sabido evolucionar; una clase política alejada de la realidad (algo extensible a las élites económicas); y un deterioro democrático general, algo nada específico de Chile.

Algunos meses más tarde, tras leer Una teoría de la democracia compleja – Gobernar en el siglo XXI del filósofo político Daniel Innerarity, me di cuenta de que lo que ocurría en Chile respondía perfectamente a esa teoría de un desgaste de nuestros sistemas democráticos, concebidos “en la época de los estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada, data-driven y estructurada en forma de red”.

Entre otros elementos de ineficiencia del sistema político que pueden generar una regresión democrática, Innerarity señala uno que caracteriza muy bien la situación en Chile:

El gran problema de nuestros sistemas políticos no es la inestabilidad en general sino aquella debida a que no se realizan los cambios necesarios.

A que no se realizan los cambios necesarios. A que el entramado político e institucional es, a efectos prácticos, una “vetocracia” en la que la posibilidad de bloqueo es infinitamente mayor que la capacidad de construcción, “para regocijo de aquellos a quienes beneficia el statu quo”.

Sea como fuere, el resultado de aquella movilización fue el inicio de un proceso constitucional – la vigente Constitución de Chile data de 1980, en plena dictadura de Augusto Pinochet – que este pasado domingo recibió un gran espaldarazo, con la apabullante victoria en el plebiscito convocado al efecto de los partidarios de redactar una nueva Constitución: un 78,3% frente al 22,7% que se opusieron.

Queda por delante un largo proceso de casi dos años: elección de la asamblea constituyente, redacción del nuevo texto y plebiscito ratificatorio. Pero ya se ha dado un paso de gigante. Dicen Acemoglu y Robinson que “la libertad casi siempre depende de la movilización social y de la capacidad para lograr un equilibrio de poder con el Estado y sus élites”. Esto es exactamente lo que ha pasado en Chile en el último año.

¿Y AHORA QUÉ?


De alguna manera, el camino recorrido estos últimos doce meses representaba el tramo fácil. Porque es más fácil identificar lo que no queremos que saber lo que deseamos; hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia.

El problema es que Chile hoy, más que estrategias de cambio, lo que tiene son, en palabras de Innerarity, “gestos improductivos, una agitación que es compatible con el estancamiento, escenificaciones sin consecuencias, impulsos estériles, falsos movimientos”; más que liderazgos que intenten encauzar el desorden, “simulacros de cambio, no solamente compatibles con la falta de cambio, sino en muchas ocasiones estimuladores para no cambiar porque ya hemos conseguido algo que se le parece”.

Presenta, además, una polarización que no hace sencillo construir. Las élites conservadoras – las tres comunas – ignoran con demasiada facilidad las asimetrías del poder constituido y tienen demasiado miedo a las posibilidades que abre cualquier proceso constituyente, cualquier intervención abierta del pueblo; de ahí su escaso entusiasmo ante las reformas constitucionales, los movimientos sociales, los plebiscitos o la participación en general, como acaba de quedar de manifiesto. Los populistas, por el contrario, acostumbran a sobrevalorar esas posibilidades y a desentenderse de sus límites y riesgos. Unos dan las alternativas por imposibles y otros, por evidentes. Para los primeros, cualquier cosa que se mueva es un desbordamiento; para los segundos, la espontaneidad popular es necesariamente buena.

¿Cómo abordar entonces esta nueva etapa de construcción? Asumiendo que el futuro requiere un equilibrio de poder entre el Estado y la sociedad. Que el Estado y sus élites deben aprender a vivir con las cadenas que les impone la sociedad y diferentes sectores de la sociedad tienen que aprender a trabajar juntos a pesar de sus diferencias.

Entendiendo que es en este balance, en este pasillo estrecho, donde el Estado y la sociedad se equilibran mutuamente. Y que este equilibrio “no tiene que ver con un momento revolucionario. Es una lucha constante y diaria entre los dos. Esta lucha aporta beneficios. En el pasillo, el Estado y la sociedad no sólo se enfrentan, también cooperan. Esta cooperación genera en el Estado la capacidad de proporcionar cosas que la sociedad quiere y fomenta una mayor movilización social para controlar esta capacidad”.

¿Estará Chile a la altura del desafío planteado por Acemoglu y Robinson? ¿Será capaz de mantenerse en el pasillo, garantizando el equilibrio entre “unas instituciones estatales poderosas y centralizadas y una sociedad asertiva y movilizada capaz de resistir ante el poder del Estado y de encadenar a sus élites políticas”?

Vienen unos meses decisivos para el futuro del país. Un futuro que pasa por que todos entendamos que el alcance de la nueva Constitución depende mucho menos de lo que en ella esté escrito que de la capacidad de la gente corriente para construirla y defenderla. Veamos si somos capaces de interiorizarlo.

Ocho cosas que nos recuerda el COVID19

[Ilustración en The Economist por Stephanie Franziska Scholz]

La semana pasada escribía unas cuantas reflexiones aleatorias sobre todo lo que nos está sucediendo. Siete días después, da la sensación de que, poco a poco y con algunas notables excepciones, los países van convergiendo hacia formas de respuesta consistentes, si bien con muchísimas variantes en cuanto a la intensidad/gradualidad de las medidas. Parece también que la ciudadanía ha tomado ya conciencia y, mayoritariamente, nos estamos comportando como cabría esperar. Van a ser meses muy complicados.

Desde el encierro en nuestras casas, asistimos a cómo los acontecimientos se precipitan, a cómo la (des)información nos inunda, a cómo las reacciones nos atropellan (buena parte de ellas atropellan la razón también) generando muchos ámbitos sobre los que pensar. La pandemia está suponiendo un colosal aprendizaje acelerado para todos. Sin embargo, quizás, las claves más relevantes no están en lo que el COVID19 nos enseña, sino en aquello que tenemos delante de los ojos y que nos negamos a ver, en aquello que el COVID19 nos recuerda. Siguen algunas de esas claves, tan aleatorias como las de la semana pasada.

1. Que el hooliganismo político es nefasto para la sociedad

Me encanta el concepto de hooligans políticos que acuña Jason Brennan. Los describe así en Contra la Democracia: "son los hinchas fanáticos del mundo de la política. Tienen una visión del mundo sólida y muy establecida. Pueden argumentar sus creencias, pero no pueden explicar otros puntos de vista [...] Consumen información política, aunque de un modo sesgado. Tienden a buscar información que confirme sus opiniones preexistentes pero ignoran, evitan y rechazan [...] cualquier evidencia que [las] contradiga [...]. Sus opiniones políticas forman parte de su identidad."

Este hooliganismo nos lleva a bloques monolíticos de creencias, alineadas con nuestro equipo. Dice Brennan: "Consideremos los siguientes temas: el control de armas, el calentamiento global, cómo ocuparse de Estado Islámico, la baja de maternidad obligatoria y remunerada para las mujeres, el salario mínimo, el matrimonio homosexual, el currículo común y la quema de la bandera. Si conozco tu postura en uno de estos temas, puedo predecir con un alto grado de fiabilidad cuál es tu postura en todos los demás.”

Pues, efectivamente, el COVID19 no escapa al hooliganismo. Este gráfico, elaborado a partir de una encuesta de civiqs, me parece espeluznante. En Estados Unidos, si eres demócrata, toca preocuparse; si eres republicano, tranquilo. Muy probablemente, encuestas de este estilo en otros países arrojarían resultados similares. ¿Puede avanzar una sociedad así de polarizada?


2. Que la capacidad de los Estados es decisiva en nuestro bienestar

Me parece muy bueno este artículo de Jesús Fernández-Villaverde en El País. Pone de manifiesto, muy en línea con el punto anterior, que "Durante mucho tiempo [...] el debate de política económica se ha centrado en una dicotomía maniquea entre más y menos Estado. ¿Deben de ser los impuestos altos o bajos? ¿Deben los Estados controlar totalmente la educación y la sanidad o hay espacio para la iniciativa privada? ¿Cuánta regulación tiene que existir en el mercado de trabajo?"

Como muchas veces, nos hacemos las preguntas equivocadas. Y así es muy difícil encontrar las respuestas correctas. Lo realmente fundamental es que los Estados puedan movilizar los recursos humanos y financieros necesarios, sepan coordinar las actuaciones de los distintos grupos sociales, lideren la creación de consensos y legitimidades amplias que sustenten los objetivos. Que gestionen con base en la evidencia y abandonen los sesgos del gobierno de turno.

Es fundamental resolver la problemática de la capacidad de los Estados. Dice Fernández-Villaverde que tenemos Estados grandes, pero poco capaces (o, quizás, poco capaces precisamente por ser excesivamente grandes). Si no somos capaces de remediarlo, no será posible afrontar los grandes desafíos de largo plazo: el cambio climático, el impacto de la digitalización, el envejecimiento poblacional o la crisis democrática.

3. Que hemos fracasado con los sistemas de información en Salud

Sí, tenemos que asumirlo. El COVID-19 ha puesto de manifiesto que, en su acepción más estricta, tenemos unos nefastos sistemas de información en Salud. Quizás tengamos buenos registros médicos electrónicos; puede que hasta en algunos lugares se interopere de manera razonablemente buena. Pero no tenemos la capacidad de explotar y poner en valor esa información. Ni en el día a día asistencial ni mucho menos en una situación de pandemia.

No hay más que ver lo difícil que ha resultado operativizar la agregación de información entre las diferentes redes de salud en algunos países para proporcionar información mínimamente fiable sobre lo que está ocurriendo en la pandemia. En la mayoría de las ocasiones, la agregación se produce sobre datos con 24 ó 48 horas de antigüedad a partir de procesos manuales. Por no hablar de los diferentes criterios de codificación que se aplican incluso en redes de salud de un mismo país.

Esa ausencia de información válida y fiable provoca, en otro orden de cosas, que la mayor parte de artículos científicos que están tratando de arrojar algo de luz sobre la situación se tengan que basar en datos históricos. Si no se hubiera producido el brote de SARS en 2003, probablemente estaríamos incluso más perdidos.

4. Que los sistemas de salud se han quedado anclados en el siglo XX

Más camas, más personal sanitario, más hospitales de campaña, más ventiladores. Igual que en 1918 o que en 1968. Pese a todos los avances médicos y tecnológicos del último medio siglo, la respuesta a la pandemia ha sido, esencialmente, la misma.

Salvando todas las distancias, en la planificación ordinaria de los sistemas de salud asistimos a situaciones similares: más hospitales, más consultorios, más médicos. El resultado: sistemas de salud hipertrofiados, ineficientes e insostenibles económicamente (algo, esto último, sobre lo que se lleva clamando al menos una década: véase este informe del WEF).

Las enfermedades crónicas matan a 40 millones de personas todos los años, el 70% de todas las muertes del planeta, según la OMS. Y, en edades tempranas, afectan especialmente a los países de menor nivel de ingresos. Añadamos a lo anterior el progresivo envejecimiento de la población. La necesidad de avanzar en la integración sociosanitaria, en especial en los colectivos más vulnerables. De hacer frente a la escasez de profesionales sanitarios en un contexto de hiperespecialización.

Hay que abordar ya el cambio de modelo: no podemos seguir basándolo en modificaciones incrementales a diagnósticos y tratamientos. Hay que girar drásticamente hacia la prevención; hacia los modelos orientados a crónicos; hacia las redes líquidas que rompan las paredes de hospitales y centros de salud, incluidas las unidades de críticos, llegando hasta el hogar; hacia aplicar tecnología para dar soporte a la toma de decisiones médicas en tiempo real. Hacia, de verdad, abandonar el más de lo mismo.

No menor es la necesidad de cambio en el modelo económico. Abandonemos el debate simplista salud pública - salud privada. Vayamos al fondo. La gestión basada en producción y optimización de capacida desplegada ya no es válida. Hay que implementar urgentemente la atención médica basada en valor. Disponemos del marco para hacerlo desde hace quince años.

5. Que podemos anteponer otras prioridades a lo económico

Ha tenido que llegar un virus que está matando a decenas de miles de personas en todo el mundo para que entendamos - casi todos - que lo económico no es lo único. Que podemos orientar nuestras políticas a enfrentar otros desafíos, aunque la economía sufra.

¿Estaremos de verdad tomando nota? ¿Cabría pensar ahora, de verdad, en poner políticas en marcha para combatir la crisis climática? ¿En, de verdad, intentar transformar los esquemas de movilidad urbana para luchar contra la congestión? ¿En, de verdad, aprender de la crisis?

6. Que la Unión Europea tiene cada vez menos de Unión

Ha sido muy triste asistir al lamentable espectáculo de los países de la Unión Europea combatiendo la pandemia cada uno por su cuenta (como si los virus entendieran de fronteras), incluso limitando la exportación de material médico. Más bochornosa todavía es la disputa que se está produciendo estos días al respecto de una estrategia de recuperación económica única. António Costa, primer ministro de Portugal, lo ha dicho sin pelos en la lengua: "repugnante". Quizás debiéramos pensar en dejar de llamarla "Unión" y volver al nombre que, parece, nunca debió abandonar: Mercado Común.


7. Que parece que las vacunas sí sirven para algo

Increíblemente, todavía es necesario incidir sobre este tipo de cosas.


8. Que no debemos descartar una pandemia de analfabetismo funcional

Para mí ha sido una enorme sorpresa comprobar cómo conceptos matemáticos que entendía básicos - una curva exponencial, una escala logarítmica - se han manifestado como una maravillosa novedad para muchísima gente. Nunca sobra que nos recuerden lo importante que es la Educación.

Reflexiones aleatorias en tiempos de pandemia

[Reuters - Jeenah Moon]

Es tiempo de pandemia, tiempo de quedarse en casa. Tiempo de escuchar música, de revisitar aquellas viejas películas, de leer. Tiempo, cada vez más, de ser crítico y poner criterio para escoger lo que se lee. Tiempo, sobre todo, de pensar. Y, por qué no, de escribir sobre lo que se piensa.

Queríamos autos voladores y tenemos 140 caracteres...

Esta frase que pronunció Peter Thiel en Yale es, de algún modo, el lema de los tecnoescépticos. Es realmente apasionante el debate entre estos y los tecnoutópicos en relación con el impacto efectivo de las tecnologías disruptivas en nuestra economía y, por extensión, en nuestra sociedad.

En este artículo recopilé algunas intervenciones en TED de algunos de los economistas más destacados en este debate, capitaneados por Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, de un lado, y por Robert Gordon, del otro. Setenta minutos que merece la pena invertir.

¿Pero qué ocurre en el ámbito de la salud? ¿Hemos sido capaces de aplicar las tecnologías de la información a la actividad asistencial y a la gestión de la salud pública al ritmo al que aquellas han ido evolucionando? ¿Hemos logrado mejorar nuestros sistemas de salud gracias a las indudables capacidades que aportan los sistemas de información?

La primera de las siguientes imágenes corresponde a un hospital de emergencia desplegado en Kansas en 1918 durante la epidemia de gripe que asoló el mundo. La segunda es el recinto ferial de Madrid, hoy 22 de marzo de 2020, habilitado como hospital provisional para pacientes leves de COVID-19. Hay un siglo de evolución tecnológica entre ambas fotos. Un siglo. Pero la respuesta sigue siendo la misma: más ubicaciones físicas, más camas, más médicos, más equipamiento. Una respuesta lineal frente a dos fenómenos - la extensión de la infección y la evolución de la tecnología - exponenciales.



¿Será esta crisis, por fin, el detonador de una inversión sostenida en tecnologías para la gestión de la salud que nos ayuden a llegar al siglo XXI? ¿O nos mantendremos en un estéril debate ideológico: salud privada contra salud pública?

Me gustaría pensar que el ruego, casi me parece oír el grito desesperado, de los trabajadores de los hospitales de Bérgamo - epicentro de la pandemia en Italia - será escuchado: necesitamos un plan de largo plazo para la próxima pandemia. Y añado al ruego: una inversión decidida en tecnología para afrontar los grandes desafíos de los sistemas de salud en todo el mundo: sostenibilidad económica, envejecimiento de la población o prevalencia de la cronicidad, entre otros.

Cuando el carro se ha roto, todos te dirán por dónde no tenías que haber pasado...

De entre las lecturas de estos días, me está gustando Deshaciendo Errores, de Michael Lewis. El libro recorre la vida de Daniel Kahneman y Amos Tversky, psicólogos israelíes que investigaron cómo los seres humanos emitimos juicios y formulamos predicciones en contextos de incertidumbre. Kahneman ganó el premio Nobel de Economía en 2002 (seis años después de la muerte de Tversky).

Kahneman y Tversky trabajaron desde los años setenta en los sesgos cognitivos que condicionan nuestra toma de decisiones, llevándonos a cometer errores en los juicios que emitimos. Uno de los que trabajaron inicialmente fue el sesgo de retrospección, que nos condiciona fuertemente una vez que conocemos el resultado de los acontecimientos. O sea, lo que ya decían los turcos hace muchísimo tiempo: cuando el carro se ha roto...

Añadamos al sesgo de retrospección el sesgo de confirmación y el hooliganismo político de Jason Brennan y tendremos un estupendo retrato de lo que ocurre en las redes sociales y los medios de comunicación: basura viral generada por epidemiólogos sobrevenidos y partidismos simplistas. Es la paradoja de la verdad en la era digital. Para muestra, un botón:


Hemos generado una sociedad que se ha olvidado del color gris. Todo es blanco o negro, no hay grados, no hay matices, no hay puntos de encuentro. Daniel Innerarity le ha puesto palabras a esto: "La principal amenaza de la democracia no es la violencia ni la corrupción o la ineficiencia, sino la simplicidad."

La gestión política del desconocimiento

Otra de las lecturas de estos días es el reciente ensayo de, precisamente, Daniel Innerarity: "Una teoría de la democracia - Gobernar en el siglo XXI", teoría que traté de aplicar a la situación social que enfrenta Chile desde hace unos meses.

Innenarity pone el dedo en la llaga señalando que complejidad del siglo XXI tiene muy poco que ver con las complicaciones de la época en la que se concibieron nuestras principales nociones políticas.  Dice, acertadamente, que el problema central de nuestro tiempo es cómo adaptar nuestra venerable democracia al mundo actual sin sacrificar ninguno de sus principios. Y advierte: el futuro de la democracia depende de su capacidad de articular la creciente complejidad y desarrollar formas de gestionar unos sistemas sociales interdependientes, con propiedades emergentes y riesgos de difícil identificación y gestión.

Tenemos que acostumbrarnos a que gobernar es gestionar el desconocimiento más que el conocimiento.

Y, sin duda, sabemos mucho menos de lo que nos gustaría sobre la situación a la que nos enfrentamos con el COVID-19. Ni siquiera los mayores expertos en enfermedades infecciosas de Estados Unidos son capaces de ponerse de acuerdo en las magnitudes que debe esperar el país, incluso en algo tan próximo como los casos reales que hay ahora mismo...


Ante esta situación, creo que lo responsable es la comprensión ante la dificilísima toma de decisión que deben afrontar los gobiernos y las autoridades competentes en materia de salud. Máxime cuando estamos observando estrategia tan diferentes entre países.

Debemos ser indulgentes en el qué, sí, pero inflexibles en el cómo. No es de recibo la desconcertante  - siendo generosos en el término - gestión de la crisis que estamos observando. No hablo de Donald Trump ni de Boris Johnson, de los que no se puede esperar mucho más.

Hablo de España y el incesante baile de inconsistencias en la información entregada por unas y otras instituciones. Si no somos capaces de unificar datos básicos, ¿podemos articular una respuesta coordinada a la crisis? Si no somos capaces de ser transparentes con un dato esencial, el número de tests realmente llevados a cabo, ¿podemos reclamar confianza en la toma de decisiones?

Hablo de Chile y la dantesca situación del pasado fin de semana:
¿Están nuestros gobiernos preparados para gestionar la complejidad y el desconocimiento? Me da la sensación de que no están preparados ni siquiera para gestionar evitando la chapuza permanente.

¿Y qué pasa después?

Dentro de unas semanas - espero que las hipótesis más optimistas que hablan de estos plazos frente a las que plantean períodos de más de tres meses - la pandemia estará bajo control. Todavía no tenemos idea de a qué costo humano y económico, que en cualquier caso será muy elevado, elevadísimo.

Confío - quizás ilusamente - en que, como mencionaba más arriba, la crisis contribuya a generar un cambio radical en la manera en la que utilizamos la tecnología en los sistemas de salud. No me cabe ninguna duda de que se habilitaran las medidas económicas para que la recuperación post-pandemia sea lo más rápida posible, muy probablemente a costa de los de siempre.

Pero, ¿qué pasa con las redes y mecanismos de protección social, que van a sufrir el mismo estrés que actualmente están soportando las redes de salud? ¿Vamos a seguir planteando medidas paliativas, del tipo "más camas, más hospitales" de 1918? ¿Más subsidios condicionados, más rebajas puntuales y temporales de impuestos?

Nos encaminamos a un cambio radical de nuestro contexto laboral derivado de la digitalización de los procesos productivos. Todavía no hay acuerdo al respecto del impacto real en el empleo, pero ya es un hecho que este proceso va a ser un vector más en el incremento de la desigualdad a nivel global.

Lamentablemente, en los próximos meses nos vamos a encontrar con un "laboratorio" enorme de personas que habrán perdido sus empleos, de pequeñas empresas que habrán tenido que cerrar, de un colapso de oferta derivado del gran parón que estamos afrontado. ¿No sería este el momento de ensayar esquemas que, inevitablemente (quizás en un lustro, quizás en una década), vamos a tener que evaluar y aplicar? ¿No sería el momento de quitarnos dogmas de encima y empezar a hablar de modelos de renta básica universal o de impuesto negativo sobre la renta? ¿No podríamos, por una vez, pensar un poco en el largo plazo?

La situación de Chile desde una teoría de la democracia compleja

[Autor: Carlos Figueroa. Fuente: Wikimedia Chile]

Acabo de terminar la lectura de “Una teoría de la democracia compleja – Gobernar en el siglo XXI”, de Daniel Innerarity, catedrático de filosofía política y social en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática.

El libro comienza con una frase demoledora
La principal amenaza de la democracia no es la violencia ni la corrupción o la ineficiencia, sino la simplicidad.

y, en respuesta crítica a la “rebelión contra la complejidad” que caracteriza a la política dominante hoy día, busca elaborar una teoría de la democracia compleja. Durante la obra, profundamente conceptual, por momentos ardua, Innerarity reflexiona sobre los cambios que deben producirse en nuestros sistemas democráticos para ser funcionales a la realidad actual.

Aborda perspectivas múltiples e interrelacionadas, desde la aceleración del presente “que disminuye la constancia de las premisas sobre las que se asienta nuestra visión de la realidad y a partir de las cuales adoptamos las decisiones” hasta el cambio profundo de nuestras sociedades: “la maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada, data-driven y estructurada en forma de red”.

En definitiva, trata de elaborar un marco conceptual que nos ayude a abordar una discusión inevitable para nuestra salud democrática:
Este es el gran debate de los años venideros: cómo asegurar la vigencia de los valores democráticos en unos nuevos entornos tecnológicos que de entrada parecen ponerlos en riesgo y a cuyas ventajas no sería muy inteligente renunciar.

Es posible que más adelante escriba sobre las – muchísimas – reflexiones a las que incita el libro. Pero quiero quedarme aquí con lo que, a mi juicio, es un magnífico retrato de la situación que atraviesa Chile desde el mes de octubre pasado.

Me ha parecido extraordinariamente llamativo cómo es posible trazar una semblanza tan acertada desde lo conceptual y lo teórico, desde lo abstracto y lo filosófico, desde la distancia. Pero lo cierto es que es posible, tanto que me atrevo a estructurar ese dibujo en tres momentos: las causas de la movilización, el desorden del impulso cívico y los riesgos del proceso constituyente.

Las causas

Dice Innerarity que, tras el descrédito de la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza, negativismo de los electores y oportunismo de los agentes políticos. Hay un problema de desconfianza: se ha sobrepasado un umbral por encima del cual las democracias no pueden funcionar aceptablemente.

Incide en que hay una conexión directa entre la ineficiencia del sistema político y la creciente insatisfacción ciudadana que puede originar una regresión democrática: “si nuestros sistemas políticos se muestran incapaces de resolver los problemas de la desigualdad, de garantizar la seguridad sin comprometer los derechos humanos o promover el crecimiento económico, la posibilidad de confiar en quien prometa esos resultados sin preocuparse demasiado por los formalismos democráticos está siendo una tentación irresistible en muchos lugares del mundo” (según el Latinobarómetro 2018, en algunas circunstancias el 15% de los latinoamericanos preferirían un gobierno autoritario a uno democrático). Y, finalmente, señala:
El gran problema de nuestros sistemas políticos no es la inestabilidad en general sino aquella debida a que no se realizan los cambios necesarios.

A que no se realizan los cambios necesarios. A que el entramado político e institucional es, a efectos prácticos, una “vetocracia” en la que la posibilidad de bloqueo es infinitamente mayor que la capacidad de construcción, “para regocijo de aquellos a quienes beneficia el statu quo”.

El impulso cívico

El detonante del cambio en Chile ha sido el impulso cívico. Un movimiento que ha sido capaz de disparar un proceso constituyente pero que ha tenido una dramática contrapartida en términos de vidas humanas y, también, de impacto económico y de erosión de los ya escasos puentes de diálogo existentes. Y es que buena parte de los fracasos de la política y su particular impotencia tienen que ver con que el impulso cívico no ha tenido quien lo articule políticamente.

Ninguno de los agentes políticos chilenos ha sido capaz de articular “dos lógicas distintas que deben combinarse, pero ninguna de las cuales está en condiciones de sustituir a la otra: la de la espontaneidad social que protesta o exige y la lógica política que racionaliza y pone en práctica”. Es más fácil identificar lo que no queremos que saber lo que deseamos; hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia.

El problema es que Chile hoy, más que estrategias de cambio, lo que tiene son “gestos improductivos, una agitación que es compatible con el estancamiento, escenificaciones sin consecuencias, impulsos estériles, falsos movimientos”; más que liderazgos que intenten encauzar el desorden, “simulacros de cambio, no solamente compatibles con la falta de cambio, sino en muchas ocasiones estimuladores para no cambiar porque ya hemos conseguido algo que se le parece”.
La agitación social es mucho más atractiva que la disciplina burocrática.

El plebiscito y el proceso constituyente

En poco más de un mes, el 26 de abril, se celebrará el plebiscito que, en el probable caso de que venza el “Apruebo”, dará inicio a un proceso constituyente. Y sobre esta trayectoria también es posible encontrar mensajes que muy bien harían en considerar los agentes democráticos del país.

En primer lugar, rescato un mensaje que creo que resume perfectamente la actitud de las élites políticas chilenas en estas semanas previas y que, por acertado, reproduzco literalmente:
Los conservadores ignoran con demasiada facilidad las asimetrías del poder constituido y tienen demasiado miedo a las posibilidades que abre cualquier proceso constituyente, cualquier intervención abierta del pueblo; de ahí su escaso entusiasmo ante las reformas constitucionales, los movimientos sociales, los plebiscitos o la participación en general. Los populistas, por el contrario, acostumbran a sobrevalorar esas posibilidades y a desentenderse de sus límites y riesgos. Unos dan las alternativas por imposibles y otros, por evidentes. Para los primeros, cualquier cosa que se mueva es un desbordamiento; para los segundos, la espontaneidad popular es necesariamente buena.

En segundo lugar, el autor desarrolla una profunda crítica a la insuficiente componente deliberativa de la democracia directa y de las formas plebiscitarias, tildándolas de “instrumentos de carácter apolítico” que gozan de mayor prestigio del que se merecen, que forman parte de ese tono general de democracia sin política que nos caracteriza y que nos hace calificar de pantomima “cualquier proceso político del que no resulte un campo de batalla sembrado de cadáveres y con unos pocos que se alzan con la victoria total”.

Por ello, otorga la razón a los conservadores “cuando critican a quienes parecen considerar la democracia como una sucesión de big bangs constituyentes” si bien establece que “su obsesión con la estabilidad se ha revelado paradójicamente como la mayor fuente de inestabilidad”, tachándolos de ventajistas:
Los que velan celosamente por el orden establecido aprovechan este momento para argumentar que cualquier modificación debe llevarse a cabo a través de los cauces legales establecidos, pero no nos dan ninguna respuesta a la pregunta acerca de qué hacer cuando ese marco predetermina el resultado. La legalidad es un valor político cuando incluye procedimientos de reforma de resultado abierto; si no, apelar a ella es puro ventajismo.

En fin, cierro con una última reflexión que, en última instancia, es la que debiera ser considerada por unos y otros, desde la prudencia y la altura de miras, con independencia del resultado que se produzca el 26 de abril. Pero, no sé por qué, me temo que estas lecciones de teoría democrática no van a encontrar entre la clase política chilena a sus alumnos más aventajados.
Solo quien haya entendido que las instituciones democráticas tienen su justificación en la igualdad y no en el mero orden o en el mero cambio será capaz de pensar la democracia fuera del marco mental que unos y otros quieren imponernos.