Chile: finales de octubre de 2019


[Fotografía: Elvis González para EPA / The Guardian]

[20 de octubre de 2019]

Comienzo a escribir estas líneas el 20 de octubre de 2019 en Santiago de Chile. Es un agradable domingo de primavera: a las siete y cuarto de la tarde, con más de veinte grados, luce un sol radiante. Sin embargo, no estoy disfrutando de cualquiera de los parques santiaguinos ni de su perspectiva sobre la cordillera de los Andes, todavía con nieve; me siento delante del computador en el salón de mi domicilio de Las Condes, una de las comunas de la ciudad que – junto con Lo Barnechea y Vitacura – conforman lo que se denomina el “barrio alto”: el lugar en el que vivimos, trabajamos y nos divertimos las clases acomodadas, casi siempre de espaldas a la realidad del resto del país.

No estoy encerrado en casa porque quiera: el General Iturriaga – Jefe de la Defensa Nacional en el estado de emergencia que rige desde ayer – ha decretado el toque de queda. Mis libertades están restringidas de tal forma que ni siquiera puedo salir a la calle a disfrutar del sol dominical. En 2019. En Chile.

Ya oscurece. En televisión, el Presidente Piñera interviene. Todavía en medio de fuertes disturbios, lejos de lanzar un mensaje de unidad o de asumir responsabilidades, dice: “estamos en guerra frente a un enemigo poderoso”. Pocas horas más tarde, el General Iturriaga se verá obligado a afirmar que él no está en guerra con nadie. El hashtag #NoEstamosEnGuerra se hace viral.



[21 de octubre de 2019]

Regreso a casa tras una jornada atípica de trabajo en una ciudad semidesierta. Al salir del Metro, que opera una sola de sus líneas al 20% de capacidad, me cruzo con tanques del Ejército y soldados fuertemente armados que observan a varios cientos de ciudadanos en plena cacerolada. En dos horas comenzará un nuevo toque de queda.

Las revueltas que se produjeron durante el fin de semana copan los medios de todo el mundo. Arrecian desde todas partes las críticas al Gobierno por su nefasta gestión de la crisis. Da la sensación, en cualquier caso, de que lo peor ha pasado. El costo es altísimo: 18 personas muertas, cerca de dos mil detenidos, cuantiosísimos daños materiales en todo el país y una fractura social que va a ser muy difícil reparar.

La historia económica de Chile en las últimas cuatro décadas es, sin lugar a dudas, un éxito. Partiendo de una posición muy rezagada en el momento en que el golpe de estado de Pinochet derroca al gobierno de Salvador Allende, es hoy el país latinoamericano con mayor ingreso per capita, se acerca en no pocos aspectos a estándares europeos, es miembro de pleno derecho de la OCDE, se encuentra abierto plenamente al comercio internacional y su índice de pobreza por ingresos se desplomó del 40% al 9% en treinta años (aunque según otros índices multidimensionales esta cifra se eleva al 20%).

De la mano de las recetas neoliberales de los Chicago boys, desde los setenta Chile diseña y pone en marcha políticas que, apoyadas en la riqueza en recursos naturales del país, provocan este milagro económico. Los parámetros macro del país y los indicadores medios o agregados (subrayo lo de medios o agregados) evolucionan de manera espectacular. Con la llegada de la democracia, los diferentes gobiernos de uno y otro color mantienen en lo esencial los principales pilares del sistema.

A lo anterior hay que añadir una estabilidad institucional totalmente excepcional en el contexto latinoamericano y una disciplina fiscal que se mantiene como un elemento clave de gestión pública, con independencia de la ideología del gobierno de turno. En este contexto, el pavoroso despliegue del populismo en Latinoamérica no es capaz de atravesar los Andes ni el desierto de Atacama.

Pero Chile es un país extremadamente desigual.

[22 de octubre de 2019]

La ciudad se va normalizando. Sigue sin haber colegio, pero algunos comercios y locales de hostelería abren sus puertas; hay más tráfico en la calle. El ejército sigue custodiando las entradas a las pocas estaciones de Metro operativas, pero con menor presencia que ayer. Las diferentes manifestaciones que se producen a lo largo y ancho de la ciudad son pacíficas. Llego a casa a las 19:58, dos minutos antes de la entrada en vigor de un nuevo toque de queda. Por el camino, me pregunto: ¿por qué tengo que caminar apresuradamente por la calle, casi correr, – el Metro cerró sus puertas a las 18:30, no hay taxis – con la presión de que, si me retraso un poco, voy a poder ser detenido?



El Presidente Piñera, tras  dialogar con los principales líderes de la oposición – aquellos que se acercan al Palacio de la Moneda a dialogar: algunos anteponen el interés partidista a la situación del país – anuncia una Nueva Agenda Social. Si bien aporta medidas positivas, como el incremento de la pensión básica solidaria en un 20%, del ingreso mínimo garantizado hasta los 350.000 pesos o un seguro de enfermedades catastróficas para limitar el techo de gasto de las familias en esta situación, es a todas luces insuficiente: un conjunto de fuegos de artificio de fácil digestión sin ninguna medida estructural.

Es más, pese a que el Ministerio de Hacienda indica que los recursos necesarios para dicha agenda rondarán los USD 1.200M, solo se plantea una minúscula alza tributaria a las rentas más altas por USD 160M (menos de un 0,1% del PIB), muy por debajo de los recursos necesarios para el plan anunciado que, necesariamente, exigirán recortes en otras áreas. Ni un solo atisbo de cambio estructural, ni de modificaciones sustanciales de la carga impositiva: más de lo mismo.

[23 de octubre de 2019]

Como consecuencia de los sucesivos toques de queda, las operaciones del aeropuerto de Santiago se han visto muy afectadas estos días, aunque ya casi están normalizadas. Debería haber viajado a Dallas por motivos laborales esta noche, pero mi vuelo se ha visto reprogramado a las once de la mañana. Nueve horas a bordo de un avión que me permiten pensar y escribir con calma.

¿Por qué ha explotado Chile? Se ha escrito mucho y muy bien al respecto (en The Guardian, El País o el New York Times, por solo citar algunos medios internacionales, y también en la prensa chilena, que no se caracteriza precisamente por ser crítica los poderosos), pero vaya aquí mi granito de arena.

1. LA EXTREMA DESIGUALDAD Y UN SISTEMA QUE LA FOMENTA (O AL MENOS NO LA COMBATE)

Chile es el país más desigual de la OCDE. Más incluso que México. Mucho más que Estados Unidos. Muchísimo más que cualquier país Europeo. Además, su sistema redistributivo fracasa totalmente en este aspecto, dado que el índice de Gini apenas varía después de impuestos y transferencias, algo que solo ocurre en México y Turquía a esa escala. El siguiente de gráfico de Our World in Data es elocuente.



Es decir, lo que hace que Chile sea un caso extraordinario no es tanto la desigualdad en sí misma, sino que el Estado chileno hace menos que cualquier otro desarrollado para reducir la desigualdad económica a través de impuestos y transferencias. Y este es uno de los motivos fundamentales por los que Chile es el país más desigual de la OCDE.

Algunas referencias adicionales: la mitad de la población gana 500 dólares o menos al mes y el 70% no llega a ingresar 800 mensuales. El quintil de menores ingresos no alcanza los 150 dólares mensuales. Las personas que se jubilan solo reciben un tercio de su ingreso promedio durante la vida laboral, una de las tasas más bajas de la OCDE.

Lo anterior se produce en un contexto de “privatización de la vida cotidiana”, en palabras del sociólogo de la Universidad de Chile Carlos Ruiz. El sistema de pensiones se basa en un sistema de cuenta individual que gestionan entidades privadas (AFPs), de la misma manera que las Isapres – también privadas – gestionan los seguros de salud. El acceso a la universidad genera elevados niveles de endeudamiento entre los estudiantes (deben en conjunto USD 4.500M), los servicios básicos se prestan a través de monopolios regulados que permiten rentabilidades elevadas y el carácter oligopólico de la oferta en general produce que, por ejemplo, los chilenos deban pagar los precios de los medicamentos más altos de Latinoamérica.

Quizás ahora se entienda mejor por qué tildo la Nueva Agenda Social de fuegos de artificio.

2. UN MODELO PRODUCTIVO QUE NO HA SABIDO EVOLUCIONAR

Chile es un país muy rico en recursos naturales. Es, de largo, el primer productor mundial de cobre, posee una de las principales reservas mundiales de litio, su industria agroalimentaria (fruta, salmón, vino entre otros) es fuertemente exportadora. Además, su privilegiada naturaleza le otorga una posición inmejorable en energías renovables (especialmente solar) o en observación astronómica.

La que ha sido una de las palancas principales al desarrollo económico de Chile es hoy, quizás, su principal problema. Por dos motivos. En primer lugar, el país no ha sido capaz de desarrollar una industria de valor añadido alrededor de los recursos naturales. Al contrario que Australia o Canadá, Chile exporta cobre, no minería. Y, en consecuencia, no le queda sino moverse al vaivén de los vientos de la coyuntura internacional. Mientras China crecía a altísimo ritmo y devoraba cualquier materia prima, todo iba bien. Ahora…

En segundo lugar, la economía crecía a tan buen ritmo que el país nunca tuvo la diversificación de su matriz productiva como una prioridad en su agenda. La inversión en I+D de Chile es un paupérrimo 0,35% del PIB, menos de un tercio proveniente del sector privado. La productividad está estancada, con la minera cayendo. La trampa de los ingresos medios ha devorado al país.

Es más, en el contexto de la digitalización acelerada, de la cuarta revolución industrial y de las tecnologías disruptivas, nada apunta a que la cosa pueda ser diferente. El Gobierno de Chile – como tantos otros – todavía no se ha dado cuenta de la urgencia de adoptar políticas transversales orientadas a crear las condiciones para anticiparse al nuevo contexto digital (las nuevas dinámicas de mercado, el impacto en los ámbitos laboral y educativo, las necesidades regulatorias), para darle forma al futuro inmediato antes de ser devorado por él, para establecer marcos suficientes que impulsen la competitividad y el crecimiento.

3. UNA CLASE POLÍTICA ALEJADA DE LA REALIDAD

Dice Lucía Dammert, socióloga de la USACH, que la brecha entre las élites políticas y los ciudadanos es uno de los principales elementos comunes en América Latina. Chile, por supuesto, no es ajeno a este hecho. Su clase política vive – o traslada la sensación de que lo hace – en una suerte de realidad paralela: hace apenas dos semanas, el presidente Piñera – una de las mayores fortunas del país – calificaba a Chile (no sin parte de razón, como veíamos antes) como “un verdadero oasis” en América Latina.

Esta desconexión de la realidad cotidiana resulta en declaraciones que demuestran la insensibilidad – no por incompetencia, sino por desconocimiento, desinterés o lejanía – hacia los problemas de la gente. Este mismo mes, cuatro días después de que las tarifas de la electricidad subieran un 10%, el Ministro de Hacienda invitaba a los románticos a regalar flores porque su precio había caído un 3,5%. A propósito del alza de los precios del Metro – detonante de las protestas –, el Ministro de Economía sugería madrugar para poder aprovechar la hora valle. Anecdótico, probablemente, pero significativo y desafortunado cuando la sociedad está al borde del hartazgo.

No es solo desconexión. Es también endogamia, como refleja muy bien este artículo de Daniel Matamala: dos tercios de los ministros del gabinete estudiaron en los seis mismos colegios católicos del barrio alto de Santiago; el ministro del Interior y mano derecha del presidente es su primo Andrés Chadwick.

Y, además de endogamia, algo a mitad de camino entre infalibilidad e impunidad. El propio ministro del Interior, máximo responsable de la seguridad del país, considera que no tiene ninguna responsabilidad política en lo acontecido.



4. EL DETERIORO DEMOCRÁTICO GENERAL

Este factor tampoco es exclusivo de Chile, un país en el que vota el 49% de la ciudadanía. El Latinobarómetro 2018 muestra el declive del apoyo a la democracia en la región, otorgado por menos de la mitad de los latinoamericanos (un 48%).

Pero sí es interesante el matiz que incorpora Juan Pablo Luna: la desigualdad ante la que protestan los chilenos no es solo ni principalmente la socioeconómica.

Es también la desigualdad ante la ley y la percepción, recurrente, de injusticia y abuso entre quienes viven muy cerca en términos físicos, pero a décadas de distancia en términos de las garantías que poseen respecto a sus derechos básicos de ciudadanía civil y social.

Paradójicamente, el sensacional esfuerzo de despliegue de la red de Metro por la ciudad, ha acortado las distancias físicas y temporales entre los desiguales, contribuyendo acercar y visibilizar las enormes desigualdades existentes en Santiago.

En fin, fenómenos globales como la fatal combinación entre la creciente capacidad manipuladora de las redes sociales y buena parte de los medios, por una parte, y la enorme incultura política de buena parte de la ciudadanía, por otro, no son en absoluto de ayuda. Como no lo es un aspecto particular del sistema de gobierno chileno: un período presidencial de cuatro años sin posibilidad de reelección, lo que exacerba – si cabe – el cortoplacismo político.


[Fotografía: Mauricio Osorio]

¿Mi conclusión? Lo ocurrido estos días ha abierto una cicatriz profundísima en la sociedad chilena que no va a ser fácil cerrar. Pero la buena noticia es que, con todo, el país está en una excelente posición – no un oasis, pero sí un punto de partida muy sólido – para diseñar, construir e incorporar los elementos necesarios para, en terminología muy chilena, nivelar la cancha. Para ello, solo es necesaria una condición, aunque no menor: la altura de miras y el sentido de Estado de la clase política.

Hace apenas cinco días – ha parecido un mes – la subida de 30 pesos (4 céntimos de euro) del precio de un billete de Metro generó un estallido social sin precedentes en la historia democrática de Chile. Ojalá sirva para sentar las bases de un país mucho mejor de lo que ya es.

[Leo a través de la WiFi del avión que hoy, a partir de las 22:00, habrá un nuevo toque de queda en Santiago: el quinto consecutivo.]