El sistema penitenciario en Latinoamérica: los desafíos de un problema invisible
Quizás el principal problema que tiene el sistema penitenciario en América Latina es su invisibilidad. Y es invisible porque, pese a su importancia capital, ni a las autoridades políticas ni a los ciudadanos nos gusta mirar hacia él. No nos gusta conocer el insoportable nivel de hacinamiento en las prisiones. Ni que el 40% de los internos todavía no tienen una condena firme. Nos incomoda saber que más de la mitad de la población privada de libertad tiene problemas derivados de la droga o el alcohol, adicciones que persisten; que casi un tercio ya había sido condenada previamente, pero vuelve a delinquir porque no tiene oportunidades de insertarse socialmente.
Tampoco somos conscientes de que, en los últimos quince años, el número de privados de libertad en Latinoamérica se ha incrementado cerca de un 150% mientras los índices de criminalidad no descienden. Paralelamente, el populismo político penitenciario clama por un aumento de penas de prisión - tipología y duración - alentado por la opinión pública; aumento de penas que, bajo el esquema actual, no conducirán sino a mayor hacinamiento en las cárceles y a menores oportunidades de reinserción.
No nos gusta saberlo, pero el círculo vicioso Vulnerabilidad/Exclusión -> Delito -> Prisión -> Vulnerabilidad/Exclusión es un drama que afecta a 1,5 millones de familias en la región; un drama que seguirá creciendo si no se produce un cambio drástico de paradigma en la política penitenciaria, pasando de un foco de vigilancia y custodia a un foco de rehabilitación e inserción totalmente centrado en la persona.
Penal de La Esperanza, El Salvador. Foto: Pau Coll - RUIDO Photo |
Cuantitativamente, la infraestructura carcelaria es insuficiente y obsoleta, generando escenarios de superpoblación - cuando no hacinamiento - agravados también por la exigua dotación de personal, lo cual redunda en situaciones de criminalización de delincuentes menores o inadecuado tratamiento de adicciones. Cualitativamente, la infraestructura está orientada a la custodia y la seguridad, mucho menos a la rehabilitación; de manera similar, en lo relativo a los funcionarios, el perfil policial y de vigilancia no está suficientemente balanceado con la dotación pertinente de profesionales educativos, sanitarios, de asistencia social o psicológica o, al menos, con una capacitación básica en estas materias. Conceptualmente, el énfasis se pone en la vigilancia y el control, cuando debiera estar situado en modificar conductas asociadas al riesgo delictual y en otorgar a los internos herramientas que faciliten su posterior reinserción.
Quizás el desafío mayor corresponda precisamente con la reinserción de los egresados del sistema, el que debiera ser su principal objetivo. Muchas mejoras son necesarias en la gestión de la transición entre la situación de interno y el egreso, en el acompañamiento activo del proceso de reinserción y en el seguimiento de largo plazo. En fin, en el diseño e implementación de políticas de inclusión post-penitenciaria que, por su propia naturaleza, deben ser de carácter marcadamente transversal, implicando a los servicios sociales, de empleo, de salud y de vivienda, entre otros.
Un tercer factor es la escasez y falta de calidad de la información con la que cuentan las autoridades para el ejercicio de su función. En no pocas ocasiones, hay carencias en datos elementales de gestión, como una identificación fehaciente y completa de la población penitenciaria o de todos los actos administrativos y judiciales vinculados a su condena, frecuentemente gestionados en papel y con rudimentarios esquemas de intercambio de información entre las instituciones implicadas. A partir de esta base tan frágil, usos más avanzados orientados al perfilamiento y conocimiento exhaustivo de los privados de libertad, para el diagnóstico y programación específica del trabajo con ellos, pese a ser esenciales, están todavía lejos de ser una realidad.
Pero, probablemente, el mayor desafío lo encontremos en el propio diseño de políticas. A día de hoy, es posible afirmar que la política penitenciaria en Latinoamérica es, en general, una política aislada basada en un modelo custodial y punitivo, en el que - salvo alguna excepción - tanto los mecanismos de reinserción como los sistemas alternativos de cumplimiento de penas (es cierto que motivados por una buena dosis de "pereza judicial") distan mucho de alcanzar el nivel de presencia y efectividad que sería deseable.
Es necesario y urgente un cambio paradigmático en la política penitenciaria, que debe pasar a ser un eslabón más de una política general de lucha contra el delito, que comienza en la prevención - muy vinculado al tratamiento de situaciones de vulnerabilidad y exclusión, con un importante factor intergeneracional - y termina en mecanismos activos de inclusión post-penitenciaria, ambos los dos principales focos de énfasis.
Estimaciones del BID sitúan el gasto penitenciario en América Latina en unos 14.000 millones de dólares anuales: una cantidad que, a la vista de los resultados y los desafíos pendientes, está muy malgastada. Y la responsabilidad no se encuentra, ni mucho menos, únicamente en las instituciones penitenciarias, que en muchas ocasiones pelean solas contra el citado populismo político penitenciario, la desidia judicial y una opinión pública que no mira, pero, cuando lo hace, es para echar más leña al fuego.
Un millón y medio de familias merecen una segunda oportunidad. Muchas de ellos se contentarían, al menos, con que les diéramos la primera.