La renta básica universal y otras cegueras ante la transformación digital


El Centro de Estudios del BBVA publica unas interesantes Reflexiones sobre la Renta Básica Universal, política motivada por un entorno macroeconómico dominado por la desigualdad, la globalización y la transformación digital.

Ya es positivo que una de las principales entidades financieras del mundo rompa públicamente algunos mitos sobre la RBU – no, no es un invento de los populismos actuales: viene discutiéndose desde el siglo XV y, más recientemente, gente tan poco sospechosa como Milton Friedman ha considerado mecanismos similares – e incluso se atreva a manifestar claras ventajas de su aplicación, como respuesta a la creciente desigualdad y a la reducción de la participación de las rentas salariales en la riqueza.

Pero claro, el caballo de batalla para la implantación efectiva de la RBU es el coste de su implantación efectiva. El estudio del BBVA concluye que, para España, ese coste supone un 17,4% del PIB, lo que la hace inviable en el corto y medio plazo. Esto lleva al Banco a recomendar la exploración de otras políticas económicas y de bienestar antes de avanzar en la aplicación de la RBU.

No han tardado en salir respuestas contundentes a la reflexión del BBVA. Los profesores Daniel Raventós, Jordi Arcaróns y Lluis Torréns no dudan en suspender categóricamente al BBVA

Los que calculan el coste de la Renta Básica multiplicando el importe de una renta por persona por el total de potenciales perceptores serían merecedores de un cero en un examen

Según los cálculos de Raventós, Arcaróns y Torréns y su didáctica explicación, el coste real fiscal de implantar la Renta Básica Universal en España es del 3,4% del PIB, algo que la sitúa en el espacio de lo viable si la voluntad política así lo estima.

Parece que en Canadá – igual que otros de los países socialmente más desarrollados del mundo como Holanda o Finlandia – sí existe esa voluntad. Acaba de anunciarse un piloto que se desarrollará con 4.000 personas en Ontario durante los tres próximos años para evaluar los efectos de una renta básica.

Pero la ceguera de tantos ante las transformaciones sociales, económicas y empresariales que trae la digitalización no se limita, ni muchísimo menos, a las políticas macroeconómicas y fiscales. La permanente capitulación de los gobiernos ante los lobbies de los operadores incumbentes es uno de los capítulos más tristes.

Según publicaba el New York Times hace un par de semanas, detrás de la creciente regulación “anti Airbnb” en Estados Unidos está el poderoso lobby de los hoteles, la American Hotel and Lodging Association, integrada entre otros por Marriot, Hilton y Hyatt. La acción del lobby es tan indisimulada que hasta plasma en documentos su intención de “asegurar legislación integral” con “leyes fuertes” y de promover “una narrativa que fomente el control de los operadores comerciales”.

Nada al lado del episodio Uber. A las recientes prohibiciones en Italia y Argentina, ahora se suma la batalla judicial en Francia que pronto llegará a España. Los taxistas se equivocan de enemigo: en Phoenix ya circulan 600 taxis sin conductor impulsados por Waymo, respaldado por Google. Los taxistas serán innecesarios en un futuro más o menos inmediato, igual que ya lo son los conductores de camiones en las operaciones mineras. El enemigo no es Uber, es el futuro; y guste o no, el futuro es imparable.


Un futuro en lo que se refiere a movilidad urbana, por cierto, que el idealista (¿o visionario?) Elon Musk amenaza transformar con una nueva disrupción: los túneles de su The Boring Company ya se han conceptualizado en este vídeo:


La desigualdad, el futuro, el rol de lo público, las presiones empresariales. Hace unos años Joseph Stiglitz publicaba un interesante artículo, The 1 Percent´s Problem, que ofrecía una provocadora perspectiva: quizás haya que salvar al capitalismo… de los capitalistas.

[Acreditación de la imagen de cabecera]

Historias de la semana: poniendo números a los robots y descubriendo la nueva crisis urbana


“Estamos siendo afectados por una nueva enfermedad de la que algunos no han oído ni el nombre, pero de la cual se hablará mucho en los años venideros: el desempleo tecnológico”. Esto lo escribía Keynes hace casi un siglo, pero está en vigor más que nunca.

Entre visiones que van de lo apocalíptico a lo tecnoescéptico, viene muy bien el ejercicio que Daron Acemoglu y Pascual Restrepo han hecho para cuantificar el impacto en el empleo provocado por la robotización de la industria estadounidense. 670.000 puestos de trabajo destruidos entre 1990 y 2007. O, lo que es lo mismo, cada robot adicional por mil trabajadores reduce el ratio de empleo en 0,2-0,3% y el salario en 0,25-0,5%.


Como señalan los autores, incluso en las estimaciones más agresivas que hablan de que el número de robots se cuadruplique entre 2015 y 2025, el empleo se reduciría en un 2% y los salarios en algo menos de un 3%. Sin duda, un impacto enorme (la tasa de desempleo actual en Estados Unidos es del 4,7%), pero muy lejos de hacer a los humanos innecesarios.

No importa cuán precisa sea la estimación de Acemoglu y Restrepo (porque no siempre es fácil predecir lo que se viene alrededor de la tecnología). Lo que viene a reforzar, una vez más, es que el principal problema generado por la automatización no es el desempleo, sino la desigualdad.

¿Cómo hacerle frente? La solución no pasa por la resistencia a la innovación ni por el proteccionismo populista. Ni por mirar para otro lado. Pasa por prepararse y abrazar los beneficios que traen esas innovaciones. Como plantea Justin Trudeau para Canadá. O como trata de hacer Chile, impulsando la astroinformática en el desierto de Atacama o creando un hospital digital en Concepción.

Mientras tanto, hay quien sigue empeñándose en ponerle puertas al campo. Italia y Argentina, cediendo ante los lobbies y negándose a abrazar los beneficios de la innovación, han prohibido la operación de Uber en sus ciudades. Inútilmente, como el tiempo se encargará de demostrar.

Las ciudades, quizás un nuevo e inadvertido driver de desigualdad. Richard Florida, de la Universidad de Toronto está acuñando términos como New Urban Crisis o Superstar Cities, a los que inmediatamente asociamos nombres como San Francisco o Nueva York.

They are not just the places where the most ambitious and most talented people want to be—they are where such people feel they need to be.

Dice Florida que estas ciudades superestrella generan los mayores niveles de innovación y atraen a inversores de todo el mundo. Pero esto encierra una gran contradicción: mientras, efectivamente, son el motor de crecimiento económico del mundo, se convierten en lugares inasequibles para todos menos para los más pudientes.

También para reflejar esta circunstancia existen números. Los publica el World Economic Forum en este interesante artículo y se sintetizan visualmente en la siguiente figura.

Datos WEF

Así, mientras algunos piensan en la nueva crisis urbana, otros siguen alegremente publicando índices de ciudades superestrella. Las mejores para el mundo tecnológico (por cierto, con dos ciudades latinoamericanas entre las 22 seleccionadas) o las más magnéticas.  Parece que muchos no han oído hablar de la enfermedad que se nos viene: la nueva crisis urbana.

Historias de la semana: la maldición de los tiempos interesantes


“Ojalá te toque vivir tiempos interesantes”, reza la vieja maldición (dicen que china). Tiempos interesantes, desafiantes, de incertidumbre los que atraviesa Latinoamérica, sus economías y algunas de sus democracias.

En este contexto, y en contraste con el proteccionismo anglosajón de ambos lados del Atlántico, el BID llama a un mercado latinoamericano totalmente integrado, a un tratado de libre comercio complementado por la modernización logística y aduanera. Y, por qué no, a la innovación tecnológica: blockchain encuentra su espacio en la optimización de la cadena de suministro.

No es la del BID la única propuesta económica para Latinoamérica que pudimos leer esta semana. Desde McKinsey, ante el débil crecimiento de la productividad en la región, se sugieren varias líneas de acción, entre ellas la necesaria apuesta por la digitalización y la mejora de las capacidades a través de la educación y la capacitación permanente.


El mismo informe de McKinsey indica que casi la mitad de los empleadores citan la falta de skills adecuados como el principal motivo para no poder cubrir su demanda de empleo. La misma cifra que reporta el World Economic Forum basándose en datos de Manpower. Muy preocupante.

Afortunadamente, algún brote verde en materia de políticas públicas podemos celebrar. Si la semana pasada era Argentina la que aprobaba su nueva Ley de Emprendedores, en esta le ha tocado el turno a Chile. Siguiendo prácticas adoptadas en Francia o Canadá, entre otros, la nueva VISA Tech chilena será entregada a trabajadores extranjeros que lleguen al país para desarrollar servicios ligados a la tecnología. Buena noticia.

Como buena noticia (excelente, en realidad) sería que Latinoamérica adoptara políticas de compra pública de innovación. El Gobierno de Aragón acaba de crear un Comité de Fomento de la Compra Pública de Innovación. Y lo hace porque considera la contratación pública “un instrumento al servicio de las políticas públicas, de entre las que cabe destacar las de tipo social, medioambiental, o de fomento de la innovación empresarial”. Sí, la clave para aumentar la paupérrima innovación privada latinoamericana podría ser la compra pública.

Innovación no falta en el sector del automóvil. Esta semana, Tesla (30.000 empleados, 7.000 millones de dólares de facturación en 2016) superó en capitalización bursátil a Ford (200.000 empleados, 150.000 millones de dólares de facturación en 2016). Se mire como se mire – empleados, facturación, beneficios, vehículos vendidos – Ford es un gigante al lado de Tesla. Pero Tesla, desde la semana pasada, vale más. Es fácil explicarlo, tan fácil que solo hace falta una palabra: disrupción.


Cuando las barbas de tu vecino veas pelar… Por si acaso, Daimler y Bosch se han asociado para el desarrollo conjunto de vehículos totalmente autónomos, que estarán disponibles “al inicio de la próxima década”. O sea, en menos de cinco años. O sea, pasado mañana.

Y, faltaría más, no puedo cerrar el repaso semanal sin la mención a mis amigos los robots: mucho antes de que los automóviles autónomos de Daimler estén en las calles, habrán iniciado el asalto a otro de los nichos de empleo humano. Este, probablemente, insospechado. Pero sí, es la realidad: desde este verano, los habitantes de Hamburgo verán por sus calles robots… ¡repartiendo pizza!

Sin duda, nos está tocando vivir tiempos interesantes.

[Atribución de la imagen de cabecera]

Por qué fracasan los países


¿Por qué Corea del Norte y Corea del Sur se encuentran en las antípodas del desarrollo si hasta la Segunda Guerra Mundial eran el mismo país? ¿Por qué había tanta diferencia entre las dos Alemanias que se reunificaban tras la caída del Muro de Berlín en 1989, menos de medio siglo después de la separación? ¿Por qué Guatemala es pobre y Dinamarca es rica? ¿Por qué los neozelandeses tienen una vida confortable y los etíopes viven en la miseria?

¿Por qué, esta misma semana, la situación en Paraguay deriva en un asalto al Congreso durante el que se le prende fuego? ¿Por qué, esta misma semana, el Tribunal Supremo venezolano deja sin competencias a la Asamblea Nacional y, apenas unas horas después, se las devuelve?

¿Por qué fracasan los países?

A responder esta pregunta dedican su libro homónimo el economista del MIT Daron Acemoglu y el de la Universidad de Chicago James Robinson. La obra recorre extensamente (quizás demasiado) el planeta de norte a sur y de este a oeste, igual que recorre los tres últimos milenios de Historia, para repasar casos que sustentan la tesis de los autores, de Roma a los mayas, de Mobutu a Mao.


En realidad, se han hecho múltiples intentos para resolver ese interrogante. Y las teorías desarrolladas hasta la fecha apuntan a factores como el clima, la geografía, la cultura o incluso la ignorancia de las clases dirigentes. Ninguno de ellos suficientemente convincente y todos desmontados de manera categórica por los autores.

Una vez más, la navaja de Ockham. La explicación de Acemoglu y Robinson no puede ser más sencilla:

Los países pobres lo son porque quienes tienen el poder toman decisiones que crean pobreza. No lo hacen bien, no porque se equivoquen o por su ignorancia, sino a propósito.

Así, todo país se estructura en torno a instituciones políticas (gobierno, leyes, poderes) y económicas (competencia o monopolio, derechos de propiedad o inseguridad jurídica, apertura o proteccionismo). Y éstas pueden ser inclusivas o extractivas. Las primeras, pluralistas, posibilitan la participación de la gran mayoría de las personas en la actividad económica en condiciones de igualdad, aumentando la productividad y la prosperidad. Las segundas, elitistas, extraen la riqueza de la sociedad en general para beneficiar a un subconjunto reducido.

Obviamente, los países que avanzan en igualdad son los que tienen instituciones políticas y económicas inclusivas. Pero si las instituciones son extractivas, el país se estanca y empobrece, entrando en un ciclo de realimentación que incluso puede terminar llevándolo al colapso, como ocurrió con la civilización maya.

Apuntáis alto, maestro Lee. Considerad qué podría hacer esta invención a mis pobres súbditos. Sin duda, sería su ruina al privarles de empleo y convertirlos en mendigos. (Isabel I, en 1589, al negarle a William Lee una patente para la máquina de tejer)

Así, la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra, que derrocó a Jacobo II, tuvo una base social suficientemente amplia como para persistir en el tiempo y sentar las bases de la primera democracia parlamentaria, consolidando instituciones inclusivas. Este modelo se extendió a las colonias inglesas, resultando en que Estados Unidos, Canadá, Australia o Nueva Zelanda forman parte del club de países prósperos en la actualidad.

Un siglo después, la revolución francesa marcó el final del absolutismo en el país galo. De la mano de Napoleón, las instituciones pluralistas se extendieron a Europa Occidental, mientras en el Este zares y emperadores enquistaban un sistema cuasi-feudal que sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX.

Por el contrario, las condiciones de esclavitud que impusieron los españoles en todo su imperio ultramarino generaron instituciones extractivas, orientadas a enriquecer a las élites conquistadoras y a enviar toda la riqueza posible a la metrópoli. Tras los procesos de independencia de principios del XIX, los nuevos gobernantes perpetuaron esas instituciones extractivas (la ley de hierro de la oligarquía, enunciada por el sociólogo Robert Michels), en muchos casos hasta hoy.

Esa misma ley de hierro ha mantenido a África en el subdesarrollo, con dictaduras miserables que dieron continuidad al expolio llevado a cabo por los europeos durante la época colonial.

La élite, sobre todo cuando ve amenazado su poder político, forma una barrera enorme frente a la innovación.

Así que la explicación a la desigualdad en el mundo es bien sencilla. Los países pobres lo son porque el poder se concentra en las manos de unos pocos, quienes lo utilizan para explotar a la gran mayoría en su propio beneficio. Cualquier cambio – social, político o económico – puede ir en merma de la riqueza de las élites, por lo que éstas, desde el control de las instituciones, se oponen radicalmente a que sucedan. Se genera, entonces, un círculo vicioso que perpetúa la situación. Como en Paraguay o Venezuela…

Puro sentido común, diría yo, es el sustento del razonamiento de los autores. Puro sentido común bien respaldado por hechos. Lamentablemente, el libro nos deja sin soluciones, sin armas para romper el círculo vicioso.

[Acreditación de la imagen de cabecera]