Por qué fracasan los países


¿Por qué Corea del Norte y Corea del Sur se encuentran en las antípodas del desarrollo si hasta la Segunda Guerra Mundial eran el mismo país? ¿Por qué había tanta diferencia entre las dos Alemanias que se reunificaban tras la caída del Muro de Berlín en 1989, menos de medio siglo después de la separación? ¿Por qué Guatemala es pobre y Dinamarca es rica? ¿Por qué los neozelandeses tienen una vida confortable y los etíopes viven en la miseria?

¿Por qué, esta misma semana, la situación en Paraguay deriva en un asalto al Congreso durante el que se le prende fuego? ¿Por qué, esta misma semana, el Tribunal Supremo venezolano deja sin competencias a la Asamblea Nacional y, apenas unas horas después, se las devuelve?

¿Por qué fracasan los países?

A responder esta pregunta dedican su libro homónimo el economista del MIT Daron Acemoglu y el de la Universidad de Chicago James Robinson. La obra recorre extensamente (quizás demasiado) el planeta de norte a sur y de este a oeste, igual que recorre los tres últimos milenios de Historia, para repasar casos que sustentan la tesis de los autores, de Roma a los mayas, de Mobutu a Mao.


En realidad, se han hecho múltiples intentos para resolver ese interrogante. Y las teorías desarrolladas hasta la fecha apuntan a factores como el clima, la geografía, la cultura o incluso la ignorancia de las clases dirigentes. Ninguno de ellos suficientemente convincente y todos desmontados de manera categórica por los autores.

Una vez más, la navaja de Ockham. La explicación de Acemoglu y Robinson no puede ser más sencilla:

Los países pobres lo son porque quienes tienen el poder toman decisiones que crean pobreza. No lo hacen bien, no porque se equivoquen o por su ignorancia, sino a propósito.

Así, todo país se estructura en torno a instituciones políticas (gobierno, leyes, poderes) y económicas (competencia o monopolio, derechos de propiedad o inseguridad jurídica, apertura o proteccionismo). Y éstas pueden ser inclusivas o extractivas. Las primeras, pluralistas, posibilitan la participación de la gran mayoría de las personas en la actividad económica en condiciones de igualdad, aumentando la productividad y la prosperidad. Las segundas, elitistas, extraen la riqueza de la sociedad en general para beneficiar a un subconjunto reducido.

Obviamente, los países que avanzan en igualdad son los que tienen instituciones políticas y económicas inclusivas. Pero si las instituciones son extractivas, el país se estanca y empobrece, entrando en un ciclo de realimentación que incluso puede terminar llevándolo al colapso, como ocurrió con la civilización maya.

Apuntáis alto, maestro Lee. Considerad qué podría hacer esta invención a mis pobres súbditos. Sin duda, sería su ruina al privarles de empleo y convertirlos en mendigos. (Isabel I, en 1589, al negarle a William Lee una patente para la máquina de tejer)

Así, la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra, que derrocó a Jacobo II, tuvo una base social suficientemente amplia como para persistir en el tiempo y sentar las bases de la primera democracia parlamentaria, consolidando instituciones inclusivas. Este modelo se extendió a las colonias inglesas, resultando en que Estados Unidos, Canadá, Australia o Nueva Zelanda forman parte del club de países prósperos en la actualidad.

Un siglo después, la revolución francesa marcó el final del absolutismo en el país galo. De la mano de Napoleón, las instituciones pluralistas se extendieron a Europa Occidental, mientras en el Este zares y emperadores enquistaban un sistema cuasi-feudal que sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX.

Por el contrario, las condiciones de esclavitud que impusieron los españoles en todo su imperio ultramarino generaron instituciones extractivas, orientadas a enriquecer a las élites conquistadoras y a enviar toda la riqueza posible a la metrópoli. Tras los procesos de independencia de principios del XIX, los nuevos gobernantes perpetuaron esas instituciones extractivas (la ley de hierro de la oligarquía, enunciada por el sociólogo Robert Michels), en muchos casos hasta hoy.

Esa misma ley de hierro ha mantenido a África en el subdesarrollo, con dictaduras miserables que dieron continuidad al expolio llevado a cabo por los europeos durante la época colonial.

La élite, sobre todo cuando ve amenazado su poder político, forma una barrera enorme frente a la innovación.

Así que la explicación a la desigualdad en el mundo es bien sencilla. Los países pobres lo son porque el poder se concentra en las manos de unos pocos, quienes lo utilizan para explotar a la gran mayoría en su propio beneficio. Cualquier cambio – social, político o económico – puede ir en merma de la riqueza de las élites, por lo que éstas, desde el control de las instituciones, se oponen radicalmente a que sucedan. Se genera, entonces, un círculo vicioso que perpetúa la situación. Como en Paraguay o Venezuela…

Puro sentido común, diría yo, es el sustento del razonamiento de los autores. Puro sentido común bien respaldado por hechos. Lamentablemente, el libro nos deja sin soluciones, sin armas para romper el círculo vicioso.

[Acreditación de la imagen de cabecera]