Por qué fracasan los países
¿Por qué, esta misma semana, la situación en Paraguay deriva
en un asalto
al Congreso durante el que se le prende fuego? ¿Por qué, esta misma semana,
el
Tribunal Supremo venezolano deja sin competencias a la Asamblea Nacional y,
apenas unas horas después, se
las devuelve?
¿Por qué fracasan los países?
A responder esta pregunta dedican su libro homónimo el
economista del MIT Daron
Acemoglu y el de la Universidad de Chicago James
Robinson. La obra recorre extensamente (quizás demasiado) el planeta de
norte a sur y de este a oeste, igual que recorre los tres últimos milenios de
Historia, para repasar casos que sustentan la tesis de los autores, de Roma a
los mayas, de Mobutu
a Mao.
En realidad, se han hecho múltiples intentos para resolver
ese interrogante. Y las teorías desarrolladas hasta la fecha apuntan a factores
como el clima, la geografía, la cultura o incluso la ignorancia de las clases
dirigentes. Ninguno de ellos suficientemente convincente y todos desmontados de
manera categórica por los autores.
Una vez más, la navaja de Ockham.
La explicación de Acemoglu y Robinson no puede ser más sencilla:
Los países pobres lo son porque quienes tienen el poder toman decisiones que crean pobreza. No lo hacen bien, no porque se equivoquen o por su ignorancia, sino a propósito.
Así, todo país se estructura en torno a instituciones
políticas (gobierno, leyes, poderes) y económicas (competencia o monopolio, derechos
de propiedad o inseguridad jurídica, apertura o proteccionismo). Y éstas pueden
ser inclusivas o extractivas. Las primeras, pluralistas, posibilitan la
participación de la gran mayoría de las personas en la actividad económica en
condiciones de igualdad, aumentando la productividad y la prosperidad. Las
segundas, elitistas, extraen la riqueza de la sociedad en general para
beneficiar a un subconjunto reducido.
Obviamente, los países que avanzan en igualdad son los que
tienen instituciones políticas y económicas inclusivas. Pero si las
instituciones son extractivas, el país se estanca y empobrece, entrando en un
ciclo de realimentación que incluso puede terminar llevándolo al colapso, como
ocurrió con la civilización maya.
Apuntáis alto, maestro Lee. Considerad qué podría hacer esta invención a mis pobres súbditos. Sin duda, sería su ruina al privarles de empleo y convertirlos en mendigos. (Isabel I, en 1589, al negarle a William Lee una patente para la máquina de tejer)
Así, la Revolución
Gloriosa de 1688 en Inglaterra, que derrocó a Jacobo II, tuvo una base
social suficientemente amplia como para persistir en el tiempo y sentar las
bases de la primera democracia parlamentaria, consolidando instituciones
inclusivas. Este modelo se extendió a las colonias inglesas, resultando en que
Estados Unidos, Canadá, Australia o Nueva Zelanda forman parte del club de
países prósperos en la actualidad.
Un siglo después, la revolución
francesa marcó el final del absolutismo en el país galo. De la mano de
Napoleón, las instituciones pluralistas se extendieron a Europa Occidental,
mientras en el Este zares y emperadores enquistaban un sistema cuasi-feudal que sobrevivió hasta bien
entrado el siglo XX.
Por el contrario, las condiciones de esclavitud que
impusieron los españoles en todo su imperio ultramarino generaron instituciones
extractivas, orientadas a enriquecer a las élites conquistadoras y a enviar
toda la riqueza posible a la metrópoli. Tras los procesos de independencia de
principios del XIX, los nuevos gobernantes perpetuaron esas instituciones
extractivas (la ley de hierro de la
oligarquía, enunciada por el sociólogo Robert Michels), en
muchos casos hasta hoy.
Esa misma ley de hierro ha mantenido a África en el
subdesarrollo, con dictaduras miserables que dieron continuidad al expolio
llevado a cabo por los europeos durante la época colonial.
La élite, sobre todo cuando ve amenazado su poder político, forma una barrera enorme frente a la innovación.
Así que la explicación a la desigualdad en el mundo es bien
sencilla. Los países pobres lo son porque el poder se concentra en las manos de
unos pocos, quienes lo utilizan para explotar a la gran mayoría en su propio
beneficio. Cualquier cambio – social, político o económico – puede ir en merma
de la riqueza de las élites, por lo que éstas, desde el control de las
instituciones, se oponen radicalmente a que sucedan. Se genera, entonces, un
círculo vicioso que perpetúa la situación. Como en Paraguay o Venezuela…
Puro sentido común, diría yo, es el sustento del
razonamiento de los autores. Puro sentido común bien respaldado por hechos.
Lamentablemente, el libro nos deja sin soluciones, sin armas para romper el
círculo vicioso.
[Acreditación de la imagen de cabecera]
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