Chile ante el pasillo

[Autor: Carlos Figueroa. Fuente: Wikimedia Chile]

¿Qué país puede preservar sus libertades si a sus gobernantes no se les advierte, de vez en cuando, que su pueblo conserva el espíritu de resistencia?

La pregunta anterior se la hacen Daren Acemoglu (MIT) y James A. Robinson (Universidad de Chicago) en su libro El pasillo estrecho: Estados, sociedades y libertad, a lo largo del cual desarrollan la siguiente tesis: la libertad, la prosperidad y el bienestar solo evolucionan si se produce un delicado equilibrio – el pasillo estrecho – entre un Estado que controla la violencia, hace cumplir las leyes y proporciona servicios públicos esenciales y una sociedad que lo limita, lo controla y se enfrenta a él y a las élites políticas.

En otras palabras, “un Estado fuerte es necesario para una vida en la que las personas tienen poder para hacer elecciones y luchar por ellas. Una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar al Estado fuerte.” Así, para que el Estado rinda cuentas es necesario que la sociedad se movilice y se implique activamente en la política.

Dicen Acemoglu y Robinson que es central que la sociedad se organice y, si hace falta, se rebele contra el Estado y las élites para defender y reclamar lo que se le prometió, incluso “a través de medios no institucionales”.

HACE UN AÑO


Hace un año, el fin de semana del 18 de octubre de 2019, la sociedad chilena se rebeló contra el Estado. A un coste altísimo: dieciocho personas muertas y cerca de dos mil detenidos solo durante aquel fin de semana, cuantiosísimos daños materiales en todo el país y una fractura social muy difícil reparar.

En caliente, pocos días después, escribía un artículo sobre lo que, a mi juicio, habían sido los desencadenantes de aquel movimiento: la extrema desigualdad del país y un sistema que la fomenta (o, al menos, no la combate); un modelo productivo que no ha sabido evolucionar; una clase política alejada de la realidad (algo extensible a las élites económicas); y un deterioro democrático general, algo nada específico de Chile.

Algunos meses más tarde, tras leer Una teoría de la democracia compleja – Gobernar en el siglo XXI del filósofo político Daniel Innerarity, me di cuenta de que lo que ocurría en Chile respondía perfectamente a esa teoría de un desgaste de nuestros sistemas democráticos, concebidos “en la época de los estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada, data-driven y estructurada en forma de red”.

Entre otros elementos de ineficiencia del sistema político que pueden generar una regresión democrática, Innerarity señala uno que caracteriza muy bien la situación en Chile:

El gran problema de nuestros sistemas políticos no es la inestabilidad en general sino aquella debida a que no se realizan los cambios necesarios.

A que no se realizan los cambios necesarios. A que el entramado político e institucional es, a efectos prácticos, una “vetocracia” en la que la posibilidad de bloqueo es infinitamente mayor que la capacidad de construcción, “para regocijo de aquellos a quienes beneficia el statu quo”.

Sea como fuere, el resultado de aquella movilización fue el inicio de un proceso constitucional – la vigente Constitución de Chile data de 1980, en plena dictadura de Augusto Pinochet – que este pasado domingo recibió un gran espaldarazo, con la apabullante victoria en el plebiscito convocado al efecto de los partidarios de redactar una nueva Constitución: un 78,3% frente al 22,7% que se opusieron.

Queda por delante un largo proceso de casi dos años: elección de la asamblea constituyente, redacción del nuevo texto y plebiscito ratificatorio. Pero ya se ha dado un paso de gigante. Dicen Acemoglu y Robinson que “la libertad casi siempre depende de la movilización social y de la capacidad para lograr un equilibrio de poder con el Estado y sus élites”. Esto es exactamente lo que ha pasado en Chile en el último año.

¿Y AHORA QUÉ?


De alguna manera, el camino recorrido estos últimos doce meses representaba el tramo fácil. Porque es más fácil identificar lo que no queremos que saber lo que deseamos; hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia.

El problema es que Chile hoy, más que estrategias de cambio, lo que tiene son, en palabras de Innerarity, “gestos improductivos, una agitación que es compatible con el estancamiento, escenificaciones sin consecuencias, impulsos estériles, falsos movimientos”; más que liderazgos que intenten encauzar el desorden, “simulacros de cambio, no solamente compatibles con la falta de cambio, sino en muchas ocasiones estimuladores para no cambiar porque ya hemos conseguido algo que se le parece”.

Presenta, además, una polarización que no hace sencillo construir. Las élites conservadoras – las tres comunas – ignoran con demasiada facilidad las asimetrías del poder constituido y tienen demasiado miedo a las posibilidades que abre cualquier proceso constituyente, cualquier intervención abierta del pueblo; de ahí su escaso entusiasmo ante las reformas constitucionales, los movimientos sociales, los plebiscitos o la participación en general, como acaba de quedar de manifiesto. Los populistas, por el contrario, acostumbran a sobrevalorar esas posibilidades y a desentenderse de sus límites y riesgos. Unos dan las alternativas por imposibles y otros, por evidentes. Para los primeros, cualquier cosa que se mueva es un desbordamiento; para los segundos, la espontaneidad popular es necesariamente buena.

¿Cómo abordar entonces esta nueva etapa de construcción? Asumiendo que el futuro requiere un equilibrio de poder entre el Estado y la sociedad. Que el Estado y sus élites deben aprender a vivir con las cadenas que les impone la sociedad y diferentes sectores de la sociedad tienen que aprender a trabajar juntos a pesar de sus diferencias.

Entendiendo que es en este balance, en este pasillo estrecho, donde el Estado y la sociedad se equilibran mutuamente. Y que este equilibrio “no tiene que ver con un momento revolucionario. Es una lucha constante y diaria entre los dos. Esta lucha aporta beneficios. En el pasillo, el Estado y la sociedad no sólo se enfrentan, también cooperan. Esta cooperación genera en el Estado la capacidad de proporcionar cosas que la sociedad quiere y fomenta una mayor movilización social para controlar esta capacidad”.

¿Estará Chile a la altura del desafío planteado por Acemoglu y Robinson? ¿Será capaz de mantenerse en el pasillo, garantizando el equilibrio entre “unas instituciones estatales poderosas y centralizadas y una sociedad asertiva y movilizada capaz de resistir ante el poder del Estado y de encadenar a sus élites políticas”?

Vienen unos meses decisivos para el futuro del país. Un futuro que pasa por que todos entendamos que el alcance de la nueva Constitución depende mucho menos de lo que en ella esté escrito que de la capacidad de la gente corriente para construirla y defenderla. Veamos si somos capaces de interiorizarlo.