La situación de Chile desde una teoría de la democracia compleja

[Autor: Carlos Figueroa. Fuente: Wikimedia Chile]

Acabo de terminar la lectura de “Una teoría de la democracia compleja – Gobernar en el siglo XXI”, de Daniel Innerarity, catedrático de filosofía política y social en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática.

El libro comienza con una frase demoledora
La principal amenaza de la democracia no es la violencia ni la corrupción o la ineficiencia, sino la simplicidad.

y, en respuesta crítica a la “rebelión contra la complejidad” que caracteriza a la política dominante hoy día, busca elaborar una teoría de la democracia compleja. Durante la obra, profundamente conceptual, por momentos ardua, Innerarity reflexiona sobre los cambios que deben producirse en nuestros sistemas democráticos para ser funcionales a la realidad actual.

Aborda perspectivas múltiples e interrelacionadas, desde la aceleración del presente “que disminuye la constancia de las premisas sobre las que se asienta nuestra visión de la realidad y a partir de las cuales adoptamos las decisiones” hasta el cambio profundo de nuestras sociedades: “la maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada, data-driven y estructurada en forma de red”.

En definitiva, trata de elaborar un marco conceptual que nos ayude a abordar una discusión inevitable para nuestra salud democrática:
Este es el gran debate de los años venideros: cómo asegurar la vigencia de los valores democráticos en unos nuevos entornos tecnológicos que de entrada parecen ponerlos en riesgo y a cuyas ventajas no sería muy inteligente renunciar.

Es posible que más adelante escriba sobre las – muchísimas – reflexiones a las que incita el libro. Pero quiero quedarme aquí con lo que, a mi juicio, es un magnífico retrato de la situación que atraviesa Chile desde el mes de octubre pasado.

Me ha parecido extraordinariamente llamativo cómo es posible trazar una semblanza tan acertada desde lo conceptual y lo teórico, desde lo abstracto y lo filosófico, desde la distancia. Pero lo cierto es que es posible, tanto que me atrevo a estructurar ese dibujo en tres momentos: las causas de la movilización, el desorden del impulso cívico y los riesgos del proceso constituyente.

Las causas

Dice Innerarity que, tras el descrédito de la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza, negativismo de los electores y oportunismo de los agentes políticos. Hay un problema de desconfianza: se ha sobrepasado un umbral por encima del cual las democracias no pueden funcionar aceptablemente.

Incide en que hay una conexión directa entre la ineficiencia del sistema político y la creciente insatisfacción ciudadana que puede originar una regresión democrática: “si nuestros sistemas políticos se muestran incapaces de resolver los problemas de la desigualdad, de garantizar la seguridad sin comprometer los derechos humanos o promover el crecimiento económico, la posibilidad de confiar en quien prometa esos resultados sin preocuparse demasiado por los formalismos democráticos está siendo una tentación irresistible en muchos lugares del mundo” (según el Latinobarómetro 2018, en algunas circunstancias el 15% de los latinoamericanos preferirían un gobierno autoritario a uno democrático). Y, finalmente, señala:
El gran problema de nuestros sistemas políticos no es la inestabilidad en general sino aquella debida a que no se realizan los cambios necesarios.

A que no se realizan los cambios necesarios. A que el entramado político e institucional es, a efectos prácticos, una “vetocracia” en la que la posibilidad de bloqueo es infinitamente mayor que la capacidad de construcción, “para regocijo de aquellos a quienes beneficia el statu quo”.

El impulso cívico

El detonante del cambio en Chile ha sido el impulso cívico. Un movimiento que ha sido capaz de disparar un proceso constituyente pero que ha tenido una dramática contrapartida en términos de vidas humanas y, también, de impacto económico y de erosión de los ya escasos puentes de diálogo existentes. Y es que buena parte de los fracasos de la política y su particular impotencia tienen que ver con que el impulso cívico no ha tenido quien lo articule políticamente.

Ninguno de los agentes políticos chilenos ha sido capaz de articular “dos lógicas distintas que deben combinarse, pero ninguna de las cuales está en condiciones de sustituir a la otra: la de la espontaneidad social que protesta o exige y la lógica política que racionaliza y pone en práctica”. Es más fácil identificar lo que no queremos que saber lo que deseamos; hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia.

El problema es que Chile hoy, más que estrategias de cambio, lo que tiene son “gestos improductivos, una agitación que es compatible con el estancamiento, escenificaciones sin consecuencias, impulsos estériles, falsos movimientos”; más que liderazgos que intenten encauzar el desorden, “simulacros de cambio, no solamente compatibles con la falta de cambio, sino en muchas ocasiones estimuladores para no cambiar porque ya hemos conseguido algo que se le parece”.
La agitación social es mucho más atractiva que la disciplina burocrática.

El plebiscito y el proceso constituyente

En poco más de un mes, el 26 de abril, se celebrará el plebiscito que, en el probable caso de que venza el “Apruebo”, dará inicio a un proceso constituyente. Y sobre esta trayectoria también es posible encontrar mensajes que muy bien harían en considerar los agentes democráticos del país.

En primer lugar, rescato un mensaje que creo que resume perfectamente la actitud de las élites políticas chilenas en estas semanas previas y que, por acertado, reproduzco literalmente:
Los conservadores ignoran con demasiada facilidad las asimetrías del poder constituido y tienen demasiado miedo a las posibilidades que abre cualquier proceso constituyente, cualquier intervención abierta del pueblo; de ahí su escaso entusiasmo ante las reformas constitucionales, los movimientos sociales, los plebiscitos o la participación en general. Los populistas, por el contrario, acostumbran a sobrevalorar esas posibilidades y a desentenderse de sus límites y riesgos. Unos dan las alternativas por imposibles y otros, por evidentes. Para los primeros, cualquier cosa que se mueva es un desbordamiento; para los segundos, la espontaneidad popular es necesariamente buena.

En segundo lugar, el autor desarrolla una profunda crítica a la insuficiente componente deliberativa de la democracia directa y de las formas plebiscitarias, tildándolas de “instrumentos de carácter apolítico” que gozan de mayor prestigio del que se merecen, que forman parte de ese tono general de democracia sin política que nos caracteriza y que nos hace calificar de pantomima “cualquier proceso político del que no resulte un campo de batalla sembrado de cadáveres y con unos pocos que se alzan con la victoria total”.

Por ello, otorga la razón a los conservadores “cuando critican a quienes parecen considerar la democracia como una sucesión de big bangs constituyentes” si bien establece que “su obsesión con la estabilidad se ha revelado paradójicamente como la mayor fuente de inestabilidad”, tachándolos de ventajistas:
Los que velan celosamente por el orden establecido aprovechan este momento para argumentar que cualquier modificación debe llevarse a cabo a través de los cauces legales establecidos, pero no nos dan ninguna respuesta a la pregunta acerca de qué hacer cuando ese marco predetermina el resultado. La legalidad es un valor político cuando incluye procedimientos de reforma de resultado abierto; si no, apelar a ella es puro ventajismo.

En fin, cierro con una última reflexión que, en última instancia, es la que debiera ser considerada por unos y otros, desde la prudencia y la altura de miras, con independencia del resultado que se produzca el 26 de abril. Pero, no sé por qué, me temo que estas lecciones de teoría democrática no van a encontrar entre la clase política chilena a sus alumnos más aventajados.
Solo quien haya entendido que las instituciones democráticas tienen su justificación en la igualdad y no en el mero orden o en el mero cambio será capaz de pensar la democracia fuera del marco mental que unos y otros quieren imponernos.