Siete libros para entender el mundo de mañ... de hoy


Cuentan que los chinos de la antigüedad, cuando querían desearle lo peor a su enemigo, usaban como maldición un enfático "¡Ojalá te toque vivir tiempos interesantes!". No sé si, en la actualidad, algún contubernio de magos orientales agazapados tras la Gran Muralla continúa conjurando el embrujo con todo su poder. Pero, sea o no ése el motivo, la realidad es que esta tercera década del siglo XXI que ya asoma a la vuelta de la esquina va a ser cualquier cosa menos aburrida. Por cuatro motivos.

En primer lugar, por la enorme crisis democrática que estamos viviendo. Latinoamérica se convulsiona, a sobresalto semanal, de Bolivia a Honduras, pasando por Ecuador o Chile, hasta hace nada sinónimo de estabilidad institucional en la región. Pero en los países más ricos la cosa no está mucho mejor: el impeachment de Donald Trump, la batalla entre los tres poderes del Estado desencadenada en el Reino Unido por Boris Johnson (*) o el ascenso generalizado de la ultraderecha en Europa.

En segundo, por la crisis del capitalismo, profundamente herido tras la explosión de la burbuja financiera de finales de la pasada década. En un escenario de vertiginoso crecimiento de la desigualdad y de extrema concentración de la riqueza, cada vez son más las voces que invitan a salvar al capitalismo de sí mismo.

Por si los dos factores anteriores no fueran suficientemente interesantes, la acelerada digitalización de nuestras vidas y economías está generando un conjunto de cambios que, en buena medida, no somos capaces de prever: en la salud, en la educación, en el envejecimiento y la longevidad, en el transporte, en casi toda la actividad empresarial, en los propios cimientos de una sociedad acostumbrada a organizarse en torno al empleo y la remuneración asociada al mismo.

Sin embargo, el tremendo impacto de estas tres transformaciones en paralelo puede verse reducido a algo irrelevante si mantenemos la flagrante irresponsabilidad que, como especie, estamos mostrando ante la emergencia climática. Una reacción urgente es necesaria pero, lamentablemente, no se percibe por ninguna parte en las cercanías de los centros de decisión.

Tiempos interesantes, sin duda. Muy interesantes. Tiempos en los que, además, la desinformación, la manipulación y el dogmatismo campan a sus anchas por redes sociales y medios de comunicación. En consecuencia, creo que es una obligación para cada uno de nosotros formarnos un criterio sobre la magnitud del problema y de los cambios asociados. Es por ello que me parece positivo compartir algunos libros que he leído en los últimos tiempos y que, en mi opinión, ofrecen una excelente perspectiva para entender lo que se nos está viniendo encima.


Sobre el impacto de lo digital en nuestra sociedad, mis autores favoritos son los profesores de la MIT Sloan School of Management Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee. De entre su obra, me quedo con "La segunda era de las máquinas", una impecable reflexión sobre el impacto social y económico que la acelerada digitalización y la exponencial evolución tecnológica  está teniendo y va a tener en el corto y medio plazo. En su momento, ya escribí una reseña sobre esta lectura.


Desde una aproximación muy distinta, eminentemente científica pero también con calado humanista, el físico, cosmólogo y profesor del MIT Max Tegmark escribe "Vida 3.0: ser humano en la era de la Inteligencia Artificial". La tesis de Tegmark es que el desarrollo de la IA vendrá marcado en sus límites únicamente por lo que establezcan las leyes de la física, lo que posibilita un escenario enormenente amplio, ante el cual tenemos dos opciones: intervenir desde ya mismo para tratar de obtener el retorno lo más beneficioso posible o ir a parar a donde la corriente nos lleve. También escribía algo, hace no mucho, acerca de este libro.


Continuando con la perspectiva humanista, la que más ha despertado mi interés (me temo que aquí no voy a sorprender a nadie) es la de Yuval Noah Harari. Claramente, "21 lecciones para el siglo XXI" es un libro que conviene revisitar con frecuencia para no perder de vista la importancia de las preguntas - me gusta entenderlo como preguntas - que a lo largo de sus páginas se plantean. Sin embargo, del historiador israelí me quedo con "Sapiens: de animales a dioses" y la construcción histórica que hace de los más profundos comportamientos humanos, determinantes para comprender muchas de las situaciones que vivimos hoy como especie.


En lo que se refiere al plano de las instituciones y el gobierno, ha capturado mi atención la reflexión crítica de Jason Brennan, profesor de Estrategia, Economía, Ética y Políticas Públicas en la Universidad de Georgetown, en "Contra la democracia". En esencia, Brennan entiende la democracia no como un fin en sí mismo, sino como un instrumento al servicio de la elección del mejor gobierno posible. Es evidente - no solo lo dice Brennan: lo pensamos unos cuantos y lo demuestran Trump, Johnson y la caterva de populistas que están al frente de nuestros gobiernos - que este instrumento no está generando muy buenos resultados últimamente. Y, por tanto, debería explorarse la búsqueda de nuevas herramientas que nos permitan mejores elecciones, combatiendo, entre otros factores, los profundos desconocimiento y fanatismo que imperan entre el electorado, acrecentados por la cada vez más sencilla manipulación informativa.


¿Por qué fracasan los países? A responder esta pregunta dedican su libro homónimo el economista del MIT Daron Acemoglu y el de la Universidad de Chicago James Robinson. La obra recorre extensamente el planeta de norte a sur y de este a oeste, igual que recorre los tres últimos milenios de Historia, para repasar casos que sustentan la tesis de los autores, de Roma a los mayas, de Mobutu a Mao. Dejo el enlace a la reseña que publiqué en su día.


Finalmente, el plano económico. Tampoco voy a pecar de innovador en este apartado. Para mí, el economista francés Thomas Pikkety hace un retrato preciso del insostenible incremento de la desigualdad y la concentración de la riqueza durante el último siglo en "El capital en el siglo XXI", ante la pasividad de gobiernos e instituciones, ante la insuficiencia redistributiva de políticas tributarias y sociales.

Las que ahora cito para cerrar no son libros, pero sí lecturas de actualidad muy convenientes sobre el rol de las empresas en todo este contexto. Por una parte, la sucinta declaración de la Business Roundtable (que acoge a casi dos centenas de CEOs de las principales corporaciones norteamericanas) acerca de que el propósito de las empresas debe ser servir a todos sus grupos de interés, no solo a los accionistas. Y, complementariamente, un artículo publicado en el New York Times por Marc Benioff (CEO de Salesforce, una de las empresas más exitosas en el contexto digital) que encabeza con una frase contundente:

El sistema actual ha llevado a una profunda desigualdad. Para solucionarlo, necesitamos que las empresas y los ejecutivos valoren el propósito junto con el beneficio.

Lamentablemente, todavía no he encontrado ninguna lectura sobre la crisis climática que huya del increíble fanatismo que rodea esta discusión. Agradeceré cualquier recomendación al respecto, así como nuevas propuestas de libros, de perspectivas distintas que ayuden a sobrellevar mejor estos tiempos interesantes.

(*) De hecho, la mera circunstancia de que Donald Trump y Boris Johnson encabecen los gobiernos de dos de los países más poderosos del planeta es, en sí mismo, una muestra inequívoca de crisis democrática.

[Imagen de apertura: Noupload en Pixabay]

Chile: finales de octubre de 2019


[Fotografía: Elvis González para EPA / The Guardian]

[20 de octubre de 2019]

Comienzo a escribir estas líneas el 20 de octubre de 2019 en Santiago de Chile. Es un agradable domingo de primavera: a las siete y cuarto de la tarde, con más de veinte grados, luce un sol radiante. Sin embargo, no estoy disfrutando de cualquiera de los parques santiaguinos ni de su perspectiva sobre la cordillera de los Andes, todavía con nieve; me siento delante del computador en el salón de mi domicilio de Las Condes, una de las comunas de la ciudad que – junto con Lo Barnechea y Vitacura – conforman lo que se denomina el “barrio alto”: el lugar en el que vivimos, trabajamos y nos divertimos las clases acomodadas, casi siempre de espaldas a la realidad del resto del país.

No estoy encerrado en casa porque quiera: el General Iturriaga – Jefe de la Defensa Nacional en el estado de emergencia que rige desde ayer – ha decretado el toque de queda. Mis libertades están restringidas de tal forma que ni siquiera puedo salir a la calle a disfrutar del sol dominical. En 2019. En Chile.

Ya oscurece. En televisión, el Presidente Piñera interviene. Todavía en medio de fuertes disturbios, lejos de lanzar un mensaje de unidad o de asumir responsabilidades, dice: “estamos en guerra frente a un enemigo poderoso”. Pocas horas más tarde, el General Iturriaga se verá obligado a afirmar que él no está en guerra con nadie. El hashtag #NoEstamosEnGuerra se hace viral.



[21 de octubre de 2019]

Regreso a casa tras una jornada atípica de trabajo en una ciudad semidesierta. Al salir del Metro, que opera una sola de sus líneas al 20% de capacidad, me cruzo con tanques del Ejército y soldados fuertemente armados que observan a varios cientos de ciudadanos en plena cacerolada. En dos horas comenzará un nuevo toque de queda.

Las revueltas que se produjeron durante el fin de semana copan los medios de todo el mundo. Arrecian desde todas partes las críticas al Gobierno por su nefasta gestión de la crisis. Da la sensación, en cualquier caso, de que lo peor ha pasado. El costo es altísimo: 18 personas muertas, cerca de dos mil detenidos, cuantiosísimos daños materiales en todo el país y una fractura social que va a ser muy difícil reparar.

La historia económica de Chile en las últimas cuatro décadas es, sin lugar a dudas, un éxito. Partiendo de una posición muy rezagada en el momento en que el golpe de estado de Pinochet derroca al gobierno de Salvador Allende, es hoy el país latinoamericano con mayor ingreso per capita, se acerca en no pocos aspectos a estándares europeos, es miembro de pleno derecho de la OCDE, se encuentra abierto plenamente al comercio internacional y su índice de pobreza por ingresos se desplomó del 40% al 9% en treinta años (aunque según otros índices multidimensionales esta cifra se eleva al 20%).

De la mano de las recetas neoliberales de los Chicago boys, desde los setenta Chile diseña y pone en marcha políticas que, apoyadas en la riqueza en recursos naturales del país, provocan este milagro económico. Los parámetros macro del país y los indicadores medios o agregados (subrayo lo de medios o agregados) evolucionan de manera espectacular. Con la llegada de la democracia, los diferentes gobiernos de uno y otro color mantienen en lo esencial los principales pilares del sistema.

A lo anterior hay que añadir una estabilidad institucional totalmente excepcional en el contexto latinoamericano y una disciplina fiscal que se mantiene como un elemento clave de gestión pública, con independencia de la ideología del gobierno de turno. En este contexto, el pavoroso despliegue del populismo en Latinoamérica no es capaz de atravesar los Andes ni el desierto de Atacama.

Pero Chile es un país extremadamente desigual.

[22 de octubre de 2019]

La ciudad se va normalizando. Sigue sin haber colegio, pero algunos comercios y locales de hostelería abren sus puertas; hay más tráfico en la calle. El ejército sigue custodiando las entradas a las pocas estaciones de Metro operativas, pero con menor presencia que ayer. Las diferentes manifestaciones que se producen a lo largo y ancho de la ciudad son pacíficas. Llego a casa a las 19:58, dos minutos antes de la entrada en vigor de un nuevo toque de queda. Por el camino, me pregunto: ¿por qué tengo que caminar apresuradamente por la calle, casi correr, – el Metro cerró sus puertas a las 18:30, no hay taxis – con la presión de que, si me retraso un poco, voy a poder ser detenido?



El Presidente Piñera, tras  dialogar con los principales líderes de la oposición – aquellos que se acercan al Palacio de la Moneda a dialogar: algunos anteponen el interés partidista a la situación del país – anuncia una Nueva Agenda Social. Si bien aporta medidas positivas, como el incremento de la pensión básica solidaria en un 20%, del ingreso mínimo garantizado hasta los 350.000 pesos o un seguro de enfermedades catastróficas para limitar el techo de gasto de las familias en esta situación, es a todas luces insuficiente: un conjunto de fuegos de artificio de fácil digestión sin ninguna medida estructural.

Es más, pese a que el Ministerio de Hacienda indica que los recursos necesarios para dicha agenda rondarán los USD 1.200M, solo se plantea una minúscula alza tributaria a las rentas más altas por USD 160M (menos de un 0,1% del PIB), muy por debajo de los recursos necesarios para el plan anunciado que, necesariamente, exigirán recortes en otras áreas. Ni un solo atisbo de cambio estructural, ni de modificaciones sustanciales de la carga impositiva: más de lo mismo.

[23 de octubre de 2019]

Como consecuencia de los sucesivos toques de queda, las operaciones del aeropuerto de Santiago se han visto muy afectadas estos días, aunque ya casi están normalizadas. Debería haber viajado a Dallas por motivos laborales esta noche, pero mi vuelo se ha visto reprogramado a las once de la mañana. Nueve horas a bordo de un avión que me permiten pensar y escribir con calma.

¿Por qué ha explotado Chile? Se ha escrito mucho y muy bien al respecto (en The Guardian, El País o el New York Times, por solo citar algunos medios internacionales, y también en la prensa chilena, que no se caracteriza precisamente por ser crítica los poderosos), pero vaya aquí mi granito de arena.

1. LA EXTREMA DESIGUALDAD Y UN SISTEMA QUE LA FOMENTA (O AL MENOS NO LA COMBATE)

Chile es el país más desigual de la OCDE. Más incluso que México. Mucho más que Estados Unidos. Muchísimo más que cualquier país Europeo. Además, su sistema redistributivo fracasa totalmente en este aspecto, dado que el índice de Gini apenas varía después de impuestos y transferencias, algo que solo ocurre en México y Turquía a esa escala. El siguiente de gráfico de Our World in Data es elocuente.



Es decir, lo que hace que Chile sea un caso extraordinario no es tanto la desigualdad en sí misma, sino que el Estado chileno hace menos que cualquier otro desarrollado para reducir la desigualdad económica a través de impuestos y transferencias. Y este es uno de los motivos fundamentales por los que Chile es el país más desigual de la OCDE.

Algunas referencias adicionales: la mitad de la población gana 500 dólares o menos al mes y el 70% no llega a ingresar 800 mensuales. El quintil de menores ingresos no alcanza los 150 dólares mensuales. Las personas que se jubilan solo reciben un tercio de su ingreso promedio durante la vida laboral, una de las tasas más bajas de la OCDE.

Lo anterior se produce en un contexto de “privatización de la vida cotidiana”, en palabras del sociólogo de la Universidad de Chile Carlos Ruiz. El sistema de pensiones se basa en un sistema de cuenta individual que gestionan entidades privadas (AFPs), de la misma manera que las Isapres – también privadas – gestionan los seguros de salud. El acceso a la universidad genera elevados niveles de endeudamiento entre los estudiantes (deben en conjunto USD 4.500M), los servicios básicos se prestan a través de monopolios regulados que permiten rentabilidades elevadas y el carácter oligopólico de la oferta en general produce que, por ejemplo, los chilenos deban pagar los precios de los medicamentos más altos de Latinoamérica.

Quizás ahora se entienda mejor por qué tildo la Nueva Agenda Social de fuegos de artificio.

2. UN MODELO PRODUCTIVO QUE NO HA SABIDO EVOLUCIONAR

Chile es un país muy rico en recursos naturales. Es, de largo, el primer productor mundial de cobre, posee una de las principales reservas mundiales de litio, su industria agroalimentaria (fruta, salmón, vino entre otros) es fuertemente exportadora. Además, su privilegiada naturaleza le otorga una posición inmejorable en energías renovables (especialmente solar) o en observación astronómica.

La que ha sido una de las palancas principales al desarrollo económico de Chile es hoy, quizás, su principal problema. Por dos motivos. En primer lugar, el país no ha sido capaz de desarrollar una industria de valor añadido alrededor de los recursos naturales. Al contrario que Australia o Canadá, Chile exporta cobre, no minería. Y, en consecuencia, no le queda sino moverse al vaivén de los vientos de la coyuntura internacional. Mientras China crecía a altísimo ritmo y devoraba cualquier materia prima, todo iba bien. Ahora…

En segundo lugar, la economía crecía a tan buen ritmo que el país nunca tuvo la diversificación de su matriz productiva como una prioridad en su agenda. La inversión en I+D de Chile es un paupérrimo 0,35% del PIB, menos de un tercio proveniente del sector privado. La productividad está estancada, con la minera cayendo. La trampa de los ingresos medios ha devorado al país.

Es más, en el contexto de la digitalización acelerada, de la cuarta revolución industrial y de las tecnologías disruptivas, nada apunta a que la cosa pueda ser diferente. El Gobierno de Chile – como tantos otros – todavía no se ha dado cuenta de la urgencia de adoptar políticas transversales orientadas a crear las condiciones para anticiparse al nuevo contexto digital (las nuevas dinámicas de mercado, el impacto en los ámbitos laboral y educativo, las necesidades regulatorias), para darle forma al futuro inmediato antes de ser devorado por él, para establecer marcos suficientes que impulsen la competitividad y el crecimiento.

3. UNA CLASE POLÍTICA ALEJADA DE LA REALIDAD

Dice Lucía Dammert, socióloga de la USACH, que la brecha entre las élites políticas y los ciudadanos es uno de los principales elementos comunes en América Latina. Chile, por supuesto, no es ajeno a este hecho. Su clase política vive – o traslada la sensación de que lo hace – en una suerte de realidad paralela: hace apenas dos semanas, el presidente Piñera – una de las mayores fortunas del país – calificaba a Chile (no sin parte de razón, como veíamos antes) como “un verdadero oasis” en América Latina.

Esta desconexión de la realidad cotidiana resulta en declaraciones que demuestran la insensibilidad – no por incompetencia, sino por desconocimiento, desinterés o lejanía – hacia los problemas de la gente. Este mismo mes, cuatro días después de que las tarifas de la electricidad subieran un 10%, el Ministro de Hacienda invitaba a los románticos a regalar flores porque su precio había caído un 3,5%. A propósito del alza de los precios del Metro – detonante de las protestas –, el Ministro de Economía sugería madrugar para poder aprovechar la hora valle. Anecdótico, probablemente, pero significativo y desafortunado cuando la sociedad está al borde del hartazgo.

No es solo desconexión. Es también endogamia, como refleja muy bien este artículo de Daniel Matamala: dos tercios de los ministros del gabinete estudiaron en los seis mismos colegios católicos del barrio alto de Santiago; el ministro del Interior y mano derecha del presidente es su primo Andrés Chadwick.

Y, además de endogamia, algo a mitad de camino entre infalibilidad e impunidad. El propio ministro del Interior, máximo responsable de la seguridad del país, considera que no tiene ninguna responsabilidad política en lo acontecido.



4. EL DETERIORO DEMOCRÁTICO GENERAL

Este factor tampoco es exclusivo de Chile, un país en el que vota el 49% de la ciudadanía. El Latinobarómetro 2018 muestra el declive del apoyo a la democracia en la región, otorgado por menos de la mitad de los latinoamericanos (un 48%).

Pero sí es interesante el matiz que incorpora Juan Pablo Luna: la desigualdad ante la que protestan los chilenos no es solo ni principalmente la socioeconómica.

Es también la desigualdad ante la ley y la percepción, recurrente, de injusticia y abuso entre quienes viven muy cerca en términos físicos, pero a décadas de distancia en términos de las garantías que poseen respecto a sus derechos básicos de ciudadanía civil y social.

Paradójicamente, el sensacional esfuerzo de despliegue de la red de Metro por la ciudad, ha acortado las distancias físicas y temporales entre los desiguales, contribuyendo acercar y visibilizar las enormes desigualdades existentes en Santiago.

En fin, fenómenos globales como la fatal combinación entre la creciente capacidad manipuladora de las redes sociales y buena parte de los medios, por una parte, y la enorme incultura política de buena parte de la ciudadanía, por otro, no son en absoluto de ayuda. Como no lo es un aspecto particular del sistema de gobierno chileno: un período presidencial de cuatro años sin posibilidad de reelección, lo que exacerba – si cabe – el cortoplacismo político.


[Fotografía: Mauricio Osorio]

¿Mi conclusión? Lo ocurrido estos días ha abierto una cicatriz profundísima en la sociedad chilena que no va a ser fácil cerrar. Pero la buena noticia es que, con todo, el país está en una excelente posición – no un oasis, pero sí un punto de partida muy sólido – para diseñar, construir e incorporar los elementos necesarios para, en terminología muy chilena, nivelar la cancha. Para ello, solo es necesaria una condición, aunque no menor: la altura de miras y el sentido de Estado de la clase política.

Hace apenas cinco días – ha parecido un mes – la subida de 30 pesos (4 céntimos de euro) del precio de un billete de Metro generó un estallido social sin precedentes en la historia democrática de Chile. Ojalá sirva para sentar las bases de un país mucho mejor de lo que ya es.

[Leo a través de la WiFi del avión que hoy, a partir de las 22:00, habrá un nuevo toque de queda en Santiago: el quinto consecutivo.]

Ser humano en la era de la IA: la necesaria visión de un físico


Últimamente son numerosos los libros que se publican con reflexiones al respecto del presente y el futuro en la realidad de la inteligencia artificial: los más vienen a visitar lugares comunes sin verdaderas aportaciones originales; los menos construyen con puntos de vista o aproximaciones diferentes, novedosas. Entre estos últimos se encuentra Vida 3.0: ser humano en la era de la Inteligencia Artificial, del físico, cosmólogo y profesor del MIT Max Tegmark.

Lo que más me ha gustado del texto de Tegmark proviene, precisamente, de las disciplinas en las que es experto. Así, descendiendo al nivel atómico y a los estratos más básicos de la materia, explica cómo la información, la memoria pueden adquirir entidad propia, con independencia de que su sustrato físico sea carbono o silicio; y que, en tanto la computación es una transformación desde un estado de memoria hasta otro, lo mismo ocurre con la inteligencia y el aprendizaje. El único límite a su desarrollo es el que establecen las leyes de la física.

En el extremo opuesto, en sus capítulos finales el libro proyecta el impacto del advenimiento de la IA a escala cosmológica, tanto temporal como espacialmente, vinculando con conclusiones asombrosas la capacidad de cómputo y los agujeros negros, recordándonos los tenues límites entre materia y energía.


Pero lo que hoy traigo a este artículo no es nada de lo anterior, sino una serie de reflexiones que se producen en el capítulo del libro que se centra en el futuro próximo, en los años y décadas más inmediatos. El que se inicia tras una frase de Irwin Corey:

Si no enderezamos el rumbo pronto, acabaremos allí donde estamos yendo

Tegmark repasa los avances más recientes de la IA y razona sobre su aplicación a ámbitos comunes de la esfera pública como la justicia, la salud, el empleo, la seguridad o la legislación. Y deja lanzadas muchísimas preguntas de calado que deberían formar parte de las agendas políticas de todos los gobiernos y legislativos del mundo.

Al inicio de la reflexión, formula preguntas muy generales

¿Cómo podemos modificar nuestros sistemas legales para que sean más justos y eficientes y no pierdan comba respecto a los cambios tan rápidos que se producen en el panorama digital?
¿Cómo podemos acrecentar nuestra prosperidad a través de la automatización sin privar a la gente de ingresos o del sentido de su vida?

que luego va concretando a medida que avanza por las diferentes temáticas. Por ejemplo, plantea el sueño de tener un sistema de justicia eficiente, rápido e imparcial optimizado a través de la tecnología:

Algunos expertos sueñan con automatizar [la justicia] por completo mediante robojueces: sistemas de IA que aplican incansablemente los mismos elevados estándares legales a cualquier sentencia sin sucumbir a errores humanos como sesgos, fatiga o carencia del conocimiento más actualizado.

Ahora bien, si los robojueces tuvieran sesgos, errores o fuesen hackeados,

¿Sentiría todo el mundo que entiende el razonamiento lógico de la IA lo suficiente para respetar su decisión? El machine learning es más eficaz que los algoritmos tradicionales, pero a costa de resultar inexplicables. Si los acusados quieren saber por qué han sido condenados, ¿no deberían tener derecho a una respuesta mejor que "entrenamos al sistema usando una enorme cantidad de datos y esto es lo que decidió"?

Pero un buen sistema de justicia no se basa solo en la correcta aplicación de las leyes, sino que el contenido de estas resulta esencial. Es evidente que la evolución de nuestro marco normativo debe ser cada vez más ágil dado el ritmo que marca la tecnología y que, sin duda, expertos en ésta deben ser partícipes activos en la función legislativa. Ahora bien,

¿Debería ir eso seguido de sistemas de ayuda a la toma de decisiones basados en IA para votantes y legisladores, y a continuación directamente de robolegisladores?

El de la justicia y las leyes es solo uno de los ámbitos de discusión sobre el futuro inmediato que plantea Tegmark. También escribe acerca de la tensión entre privacidad y libertad de información que ya vivimos en nuestros días ¿Dónde deberíamos trazar la línea entre justicia y privacidad, entre la protección de la sociedad y la libertad personal? ¿Es positiva o conduce a un estado orwelliano la combinación de identificación biométrica potenciada por IA y cámaras en los espacios públicos? ¿Debemos sentirnos acosados por esta ubicación permanente o aliviados porque nos pueden defender cuando el deepfake se generalice?

O sobre la posible concesión de derechos a las máquinas. Cuando un vehículo autónomo cause un accidente, ¿quién debería ser el responsable? ¿sus ocupantes, su dueño, su fabricante, la empresa de mobility as a service? ¿o el propio automóvil? Y si otorgáramos a la máquina responsabilidad civil, ¿deberíamos otorgar algún otro derecho u obligación jurídica?

Particularmente inquietante es el apartado dedicado a las armas, a su regulación y a su empleo por parte de los ejércitos y las fuerzas de seguridad. ¿Debemos permitir que los países desarrollen armas cada vez más letales basadas en IA (complementada por otras tecnologías como los drones)? ¿Debemos normalizar un futuro no tan lejano de armas autónomas como ahora estamos normalizando el de vehículos autónomos? ¿Cómo garantizaríamos que se mantuvieran siempre al servicio de la ley y la justicia? ¿O, simplemente, que no fueran defectuosos? Algunas perspectivas no son precisamente tranquilizadoras:


Por supuesto, el capítulo también se centra en el impacto de la disrupción tecnológica en el empleo y, como consecuencia inmediata, en la desigualdad, algo que ya hemos traído por estas páginas en otras ocasiones. Y pasa superficialmente por el impacto en otras áreas, igualmente relevantes, que se deriva de la combinación de la IA con otras tecnologías como IoT, blockchain, impresión 3D o biotecnología: en los sistemas de salud y su sostenibilidad y acccesibilidad; en el rol de los países en desarrollo en las cadenas globales de producción si no conforman habilitantes digitales; en el ámbito financiero, cuestionando los paradigmas actuales de la moneda, los mercados financieros y los bancos centrales; o en la movilidad urbana, tanto para el transporte de personas como de mercancías, a través de vehículos autónomos.

En general, las respuestas a los interrogantes que se generan sobre esta temática adolecen de dos problemas: en primer lugar, porque proponen frenar, retrasar o prohibir un desarrollo tecnológico que es imparable (y, en las condiciones adecuadas, deseable); en segundo, porque suelen plantear respuestas de blanco o negro. Prohibamos la videovigilancia biométrica en las calles o demos carta blanca a cualquiera para hacerlo.

Como indica Tegmark, la decisión no es de todo o nada, sino que tiene que ver con el grado en que queremos desplegar la IA en nuestra vida y la velocidad a la que hacerlo. Volviendo a la justicia, el libro concreta los siguientes interrogantes

¿Queremos que los jueces dispongan de sistemas de ayuda a a la toma de decisiones basados en IA, como los médicos del mañana? ¿Queremos ir más allá y que los robojueces dicten sentencias que puedan apelarse ante jueces humanos, o queremos llegar hasta el final y cederles también la decisión última a las máquinas?

Desde luego, la respuesta a estas preguntas y todas sus equivalentes es cualquier cosa menos sencilla. Requiere una reflexión profunda, sosegada, multidisciplinar y global. Es decir, requiere tiempo, mucho tiempo. La mala noticia es que no estamos sobrados de ese tiempo y, pese a ello, nos estamos dando el lujo de perderlo, porque el desarrollo tecnológico no detiene su frenético progreso: antes al contrario, lo acelera.

Quizás debiéramos esperar que las aportaciones de un físico y cosmólogo a los dilemas que genera la IA se limitaran a la independencia de la inteligencia de su sustrato material o a las posibilidades de su expansión por el Universo cuando pueda viajar a velocidades cercanas a la de la luz.

Afortunadamente, Max Tegmark tomó conciencia de la importancia de abordar de manera inmediata los interrogantes que se ciernen sobre el futuro más inmediato, de anticiparnos. Por ello, co-fundó el Future of Life Institute, en el que se encuentra respaldado por Erik Brynjfolsson, Nick Bostrom, Elon Musk o Martin Rees, entre otros. Su misión es catalizar y apoyar iniciativas para salvaguardar la vida y desarrollar visiones optimistas del futuro, incluidas maneras positivas de que la humanidad dirija su propio curso considerando las nuevas tecnologías y sus desafíos. Su lema es un tanto más drástico...

Technology is giving life the potential to flourish like never before... or to self-destruct. Let's make a difference!

Efectivamente, el tiempo se agota si queremos ser nosotros quienes escribamos la historia del futuro que nos depara la tecnología. En realidad, no creo que tengamos opción: el impacto será tal - está siendo tal - que no nos podemos permitir el lujo de dejar el futuro inmediato sin timón, a merced de la marea. Reparafraseando a Irwin Corey, si no enderezamos el rumbo pronto, acabaremos allí donde la corriente nos lleve. Estaremos de acuerdo en que es un riesgo que no conviene correr...

[Acreditación de la foto de cabecera: sujins]

España y la anormalización del transporte urbano


Asistimos estos días, en Madrid y Barcelona, a un nuevo episodio del empeño del sector del taxi por ponerle puertas al campo, colapsando ambas ciudades con una huelga indefinida coincidente con dos de los eventos de negocios más importantes que se celebran en ambas ciudades: Fitur y el World Mobile Congress, respectivamente. El espectáculo está siendo bochornoso.

Por una parte, un colectivo atrincherado en un esquema monopólico regulado, con ingresos protegidos y escudado normativamente ante la competencia, algo que pudo tener sentido en su momento pero que hace tiempo ha dejado de tenerlo. Y que plantea peticiones absurdas, como establecer un tiempo mínimo entre que se solicita el Uber/Cabify de turno y éste puede atender la petición (¡se habla de horas!). El siguiente paso lo dará el comercio pidiendo que Amazon tarde al menos tres días en realizar sus entregas.

De fondo, el verdadero motivo: la especulación y la consiguiente burbuja de las licencias de taxi, cuyo precio en el mercado secundario ha aumentado casi un 150% en Barcelona (ajustado por inflación), según este artículo de El Confidencial del cual he extraído la gráfica siguiente. Una burbuja concentrada en muy pocas manos: el monopolio dentro del monopolio. Una burbuja que solo se sostiene por una regulación que restringe artificialmente la oferta en un entorno de actividad que debería estar plenamente liberalizado (pero no lo está, como tantos otros en España).


Pero el mayor drama es la actuación de las diferentes administraciones, con independencia de la etapa de gobierno (éste es un problema enquistado desde hace ya varios años). Una actuación, desde mi punto de vista, cobarde y miope.

Cobarde porque cede, una vez más, ante las presiones del lobby incumbente para mantener sus prerrogativas; porque defiende los (supuestos) derechos de una parte en perjuicio de los de otra y, sobre todo, en perjuicio del interés general de los consumidores.

Cobarde, porque cada nivel de la administración trata de quitarse el problema de encima para endosárselo a otro. El marco jurídico español establece que la gestión de las licencias del taxi corresponde a los municipios. Hasta ahora, Uber o Cabify operan bajo licencias VTC (también restringidas en número), cuya gestión era competencia hasta la fecha del Ministerio de Fomento, quien muy hábilmente se la ha endosado a las comunidades autónomas vía decreto: ya no es mi problema, ahora es el tuyo. Si la solución no parecía sencilla, imaginemos en lo que puede derivar con una norma local en cada ciudad y diecisiete normas autonómicas diferentes. Esta situación solo admite una descripción: se está eludiendo la responsabilidad política que conlleva manejar una actividad vital en los entornos urbanos.

Miope, porque actúa a golpe de urgencia y de presión, pero sin atacar el problema de fondo: la existencia de un mercado artificialmente restringido sin un motivo para que sea así. Porque desaprovecha la oportunidad de transformar completamente el marco normativo eliminando las citadas restricciones e incorporando criterios justos y uniformes de tributación, seguridad, empleo, calidad y aprovechamiento de las posibilidades de la tecnología (a través de la explotación de los datos que esta actividad genera en provecho de la planificación de la movilidad urbana o de las posibilidades de mejora de la calidad del servicio que reciben los consumidores).

Miope, especialmente, porque renuncia a abordar integralmente uno de los principales problemas de la áreas metropolitanas: la movilidad. Las ciudades de todo el mundo asisten a una revolución tecnológica que presenta un inmenso potencial de mejora de las condiciones de movilidad, tanto de personas como de mercancías, que culminará con la cada vez más cercana llegada del vehículo autónomo. Las autoridades españolas no son capaces de verlo, de aprovechar la oportunidad que ello supone y de dos de sus derivadas inmediatas: el fortalecimiento del emprendimiento tecnológico asociado y el impacto ambiental.

Mi estado de frustración ante esta situación se eleva porque, coincidiendo con los días álgidos de la huelga, llegan a mis manos dos lecturas.

Por un lado, la consulta pública que la Autoridad de Transporte de Singapur ha lanzado para actualizar la normativa de lo que denomina transporte punto a punto (P2P). Un gobierno, el de Singapur, que lleva interviniendo activamente en la modernización del sector desde 1998, año en el que desregula tarifas para, en 2003, liberalizarlo completamente. Desde entonces, ha continuado avanzando en esta línea. En el texto sometido a consulta, la Autoridad de Transporte reconoce el importante rol del transporte P2P y cómo los viajeros se benefician de una oferta más adecuada a la demanda, al tiempo que los conductores tienen más opciones para emplearse. Todo ello, bajo el marco regulador adecuado.

Por otro, leo en TechCrunch un artículo titulado "Welcome to the abnormalization of transportation", del cual he tomado el título de este post y que relata cómo se está viviendo este mismo proceso en Estados Unidos. Comienza así:

Incluso sin coches voladores, Los Ángeles se encuentra en medio de una transformación radical en la movilidad. Todos los barrios, desde el centro hasta Silicon Beach, han sido alfombrados con bicicletas y scooters. La revolución de Uber y Lyft se enfrenta a la competencia de varios vehículos de dos ruedas y Via lanzará pronto su servicio de ridesharing. Flixbus apunta a la ciudad como su centro para el servicio de autobuses privados interurbano. Y el lujoso autobús de Cabin (en la foto) viene ofreciendo una alternativa premium a Megabus desde y hacia San Francisco desde hace ya meses.


Los Ángeles no es una excepción entre las ciudades norteamericanas. Al contrario, es Arizona quien se lleva la palma como laboratorio para el ensayo de innovaciones, particularmente del vehículo autónomo. El contraste es pavoroso.

El artículo cierra con tres recomendaciones destinadas a los responsables políticos para lograr sistemas de transporte más equitativos, eficientes y respetuosos con el medio ambiente. Recomendaciones que harían muy bien en leer las autoridades españolas:

  1. No está nada claro cómo estas tecnologías disruptivas y multimodales encajarán entre sí. Ni es sencillo determinar cuál es el marco normativo adecuado para gobernar este rompecabezas. Pero sobre lo que no hay la más mínima duda es sobre su potencial. Hay que experimentar, interiorizar que la certidumbre regulatoria es un problema en el contexto digital.
  2. No hay que elegir entre ganadores y perdedores. Los únicos ganadores deben ser el ciudadano y el medio ambiente. Si alguien se ha dedicado a especular con licencias, en un mercado artificialmente restringido, deberá asumir las consecuencias. Debemos dejar que el mercado determine si estas tecnologías tendrán éxito y qué compañías deben implementarlas. Las ciudades deben desempeñar un papel de orquestador, facilitando las conexiones entre las nuevas tecnologías y la infraestructura de tránsito existente, estableciendo marcos justos pero flexibles. La alternativa es matar la innovación antes de que nazca.
  3. Es necesario afrontar el desafío, no deshacerse de la responsabilidad asociada. El futuro de la movilidad urbana pasa por la innovación tecnológica. Es la apertura de miras, no las sanciones ni las restricciones, la que permitirá a las ciudades dar la bienvenida a este futuro del transporte y aprovechar todo su potencial transformador.
Los gobiernos - también los latinoamericanos - deben, de una vez por todas, tomar conciencia plena de la necesidad de una reflexión urgente y profunda sobre el impacto que las tecnologías disruptivas están ya teniendo en numerosos ámbitos, entre ellos el de la movilidad urbana. Deben desplegar una acción política enérgica, urgente y sostenida en el medio plazo. Y no, desde luego, enfocada a medidas impositivas o restrictivas que alejen la inversión en innovación y el empleo calificado hacia otras latitudes.

Es cierto que el nuevo contexto digital viene a generar una elevada situación de incertidumbre económica y social. Pero mantenerse anclados en los paradigmas del pasado, agarrarse al statu quo no puede ser una opción. Los gobiernos deben asumir de manera inequívoca su responsabilidad de liderazgo en la transformación digital de ciudades y países; deben anticiparse, no reaccionar, a los cambios económicos y sociales que están en proceso.

La anormalización del transporte es un enorme desafío para gobiernos locales y legisladores. Pero, sin duda, es un camino que vale la pena recorrer. Con valentía.

[Imagen de apertura: CityAirbus]