Transantiago y el efecto Pigmalión


Hoy se cumplen diez años de la entrada en funcionamiento del Transantiago, el sistema de transporte público urbano que opera en el Gran Santiago y que integra los buses de la ciudad (operados por siete concesionarios) y el Metro (empresa pública). Los problemas que enfrenta la capital chilena son representativos de que la movilidad urbana es, todavía, una de las principales asignaturas pendientes en Latinoamérica, la región más urbanizada del mundo junto con nuestros vecinos norteamericanos.

La trayectoria de Transantiago ha estado rodeada de polémica desde sus inicios, en parte por los graves inconvenientes que tuvo que afrontar en su primera etapa, en parte porque ha sido un arma política de calado con el transitar de los diferentes gobiernos en esta década.

A día de hoy, Transantiago – como la mayoría de los sistemas de las grandes ciudades latinoamericanas – está inmerso en un círculo vicioso:

  • Los operadores de bus presentan serios problemas financieros, lo que redunda en peor frecuencia y regularidad, peor estado de la flota y, en definitiva, peor calidad de servicio.
  • Este peor servicio genera una reducción de la demanda (de casi un 20% en buses entre 2009 y 2015, en parte por el crecimiento en torno a un 10% en el Metro para una reducción global del 8%).
  • La reducción de la demanda acrecienta los problemas financieros y realimenta el círculo.

La situación descrita provoca que el sistema, concebido inicialmente como autosostenible, sea fuertemente deficitario y requiera importantes subsidios públicos, que se sitúan en torno a los USD 650 millones anuales, pese a que las tarifas, ajustadas por inflación, se han elevado un 20%.

En este escenario económico juega un papel decisivo la evasión (eufemismo empleado para hacer referencia al impago por parte de los usuarios), que alcanza el 30%. O, lo que es lo mismo, unos USD 250 millones anuales, no muy lejano a la mitad del subsidio al sistema.

En los próximos meses se estarán licitando los nuevos contratos de operación de buses, de gestión del medio de pago (la tarjeta bip!) y de servicios tecnológicos. Las autoridades chilenas, a través de un rediseño adecuado y con la importante ayuda complementaria de legislación actualizada, disponen de una inmejorable ocasión para dar un paso importante frente a los principales desafíos del Transantiago.

Por supuesto, la reducción del impacto medioambiental a través de la renovación de la flota con buses Euro VI.

Por otro lado, la lucha contra la evasión. Con la ciudad australiana de Melbourne como ejemplo de experiencia exitosa (reducción del 12% al 4% en cuatro años), la definitiva aprobación de la regulación en trámite parlamentario debe ser una herramienta decisiva.

Además, la información al usuario. La percepción de la calidad de servicio es eso, una percepción, en la que además de los hechos objetivos – frecuencia, regularidad – la información y experiencia del viajero (desde que busca alternativas de desplazamiento hasta que llega a su destino) tienen un peso muy relevante.

Y, de manera transversal, la transformación digital del servicio, en varias aristas:

  • La más importante, la transformación del medio de pago. La actual tarjeta bip! es obsoleta, insegura y presenta serias limitaciones para gestionar tarificación compleja. La costosa red de recarga presencial y el desarrollo reglamentario en curso de la recién aprobada ley que permite la emisión de medios de pago por entidades no bancarias (tarjetas de prepago) completan un escenario de oportunidad claramente encaminado a un medio de pago abierto y su evolución hacia un soporte virtual, al estilo de la SUICA japonesa.
  • También debe transformarse la relación con el usuario a través de sistemas de información en tiempo real, con una base fuerte en aplicaciones móviles que mejoren la experiencia de viaje del usuario, incluyendo el pago, eventuales esquemas de fidelización y, a medio plazo, esquemas más amplios de multimodalidad como ya han hecho algunas ciudades europeas.
  • Como tercer eje de la transformación digital, la mejora del servicio propiamente dicho a través de una gestión inteligente en tiempo real basada en la inmensa cantidad de datos que se generan en torno al transporte urbano. Y no solo el del sistema público: subir a este big data de movilidad urbana a entidades privadas (desde Uber hasta los operadores de telecomunicaciones) multiplica las posibilidades.

Estos desafíos no dejan de ser, en cualquier caso, una parte del problema. Cómo se enmarca Transantiago en la movilidad urbana de Santiago es una discusión mucho más amplia, que debe considerar desde elementos que no estaban presentes durante el diseño inicial (ride-sharing o bike-sharing) hasta intervención en los espacios de movilidad privada (con medidas desincentivadoras del uso del auto propio). Pero eso da para otro artículo distinto.

Con todo, a mi juicio, Transantiago debe enfrentar un reto mucho mayor que cualquiera de los anteriores: el uso indiscriminado y permanente, por parte de autoridades, legisladores y medios de comunicación, de su nombre como sinónimo de fracaso en las políticas públicas.

No. Nos pongamos como nos pongamos, hoy Transantiago no es ningún desastre (o, como mínimo, no en comparación con su entorno más inmediato). Hace tres años fue catalogado como el mejor sistema de transporte público de las grandes ciudades latinoamericanas, en el puesto 30 de un total de 84 ciudades en el mundo. Ni siquiera el enorme subsidio que requiere se aleja de lo habitual en Europa o Estados Unidos, siempre por encima de la mitad del costo operativo del servicio.

Hay muchos problemas serios e inmediatos. Muchos desafíos de corto y medio plazo. Pero, mientras sigamos asociando los términos Transantiago y fracaso, mientras “otro Transantiago” sea sinónimo de descalificación, estaremos allanando un poco más el camino de la profecía autocumplida hacia el desastre.

No dejemos que Pigmalión se ponga al volante de los buses del Transantiago.

[Acreditación de la imagen de cabecera]