¿Deberían pagar impuestos los semáforos?


¿Deberían pagar algún tipo de impuesto ad hoc estos tractores que cosechan solos o estas cosechadoras automáticas porque dejan sin empleo a agricultores? ¿O los camiones driverless porque van a dejar en la calle a casi nueve millones de personas en Estados Unidos? ¿Las oficinas de banca que ya operan sin empleados? ¿La propia Administración Pública, que también va a destruir puestos de trabajo? ¿Y estos robo-dermatólogos, que pueden ayudar a salvar muchas vidas?

¿Deberían pagar impuestos las centrales telefónicas? ¿Deberían cotizar a la Seguridad Social los semáforos, que reducen tareas de los policías de tráfico?

El impacto en la economía y el empleo de la robótica y la digitalización aumenta su presencia en los medios, copando páginas y páginas. Y más desde que, hace unas semanas, Bill Gates intervino en el debate abogando por gravar los robots para compensar la tributación que desaparece por la destrucción de empleo y para retrasar su incorporación a las empresas, dando tiempo a la generación de trabajos alternativos.

El Parlamento Europeo ha solicitado a la Comisión Europea el desarrollo de un marco legislativo que regule la creciente incorporación de robots a la actividad empresarial, aunque de momento ha rechazado la creación de nuevos impuestos.

La destrucción de empleo a manos del desarrollo tecnológico no es, desde luego, algo nuevo en la Historia. Desde que, hace algo más de cuatrocientos años, Isabel I de Inglaterra denegara a William Lee la patente de su máquina de tejer “porque llevaría a la ruina a sus súbditos, privándolos de empleo”, el debate se ha sucedido una y otra vez. Y, una y otra vez, el resultado ha sido un desplazamiento del trabajo y la creación neta de empleo.

¿Puede ser distinto esta vez? De entrada, el gran desacoplamiento es una realidad: el crecimiento de la economía y de la productividad ya no tiene su reflejo en el aumento de empleo y salarios. Y, por otro lado, los ritmos exponenciales que impone la Ley Moore generan una velocidad de cambio muchísimo mayor que en los precedentes históricos, quizás haciendo imposible la aparición de las especializaciones laborales de reemplazo.

Vayamos o no hacia una destrucción masiva de empleo por la automatización, no parece que la tasa a los robots sea el camino. Por dos motivos fundamentales.

En primer lugar, ¿cómo se define qué es un robot y qué no lo es? ¿Sería la cosechadora sujeto de ese impuesto? ¿Solo los algoritmos que hacen innecesarios a los agentes de bolsa? ¿Quizás los bots que terminarían con los humanos en la atención al cliente? ¿O el robo-dermatólogo? El problema es que la diferencia entre la tecnología que sustituye al trabajador humano y la que lo ayuda es muy sutil, si es que siquiera puede establecerse esa frontera.

Y en segundo, ¿podemos permitirnos poner un freno al progreso, desincentivar la innovación tecnológica, penalizar la inversión en las tecnologías de futuro? El crecimiento en los países desarrollados se ha ralentizado en los últimos años, la productividad se ha estancado: quizás el problema sea que la adopción tecnológica es incluso demasiado lenta. En palabras de Noah Smith:

The biggest problem right now isn’t too many robots, it’s too few. Taxing new technology, however it’s done, could make that slowdown worse.

Según yo lo veo, probablemente la solución tenga más que ver con el camino de políticas generalizadas de renta básica o impuesto negativo sobre la renta. No debemos olvidar que el gran riesgo no es tanto ese futuro distópico de una humanidad obsoleta, sino el inmediato y acelerado crecimiento de la desigualdad entre los que se ven afectados por la automatización y los que no.

Más o menos rápido, más o menos devastador, lo que es un hecho es que el cambio ya está aquí. El MIT experimenta con robots controlados por la mente y hasta los cocineros pueden tener insospechados rivales por su empleo dentro de no demasiado.

Los gobiernos tienen que impulsar medidas amplias, urgentes y de calado. Pero, en ningún caso, esas medidas deben ir en menoscabo del desarrollo tecnológico. La innovación hay que regularla, desde luego, pero no estrangularla. Evitemos caer en la robotofobia.

Desde que la humanidad tiene conciencia de sí misma, ha diseñado máquinas para sustituir el trabajo. Y siempre ha visto el proceso como una liberación, no como una subordinación […] Cuando fijamos impuestos sobre el trabajo a los robots es porque les estamos reconociendo como iguales, no como máquinas. De ahí la robotofobia. Como la xenofobia, se ceba con aquel que se piensa diferente pero en el fondo se percibe como igual.