A los alcaldes sí les importa la tecnología (pero aún no lo saben)


A los alcaldes estadounidenses les importa muy poco la tecnología. Y, además, cada vez les importa menos. El informe State of the Cities 2017 que elabora la NLC (entidad que agrupa a más de 1.600 ciudades norteamericanas) lo deja muy claro: la tecnología y los datos son la menor de las preocupaciones de los alcaldes y, además, desciende sostenidamente en el escalafón por tercer año consecutivo.


Si buscáramos trasladar este mismo análisis a Latinoamérica, con necesidades básicas todavía lejos de ser cubiertas en buena parte de los casos, nos encontraríamos muy seguramente con la misma cruda realidad: a los dirigentes políticos no les importa la tecnología.

¿Seguro que no les importa?

Volvamos a echarle un vistazo al gráfico anterior. La principal preocupación de los mayors es el desarrollo económico. Y, si entramos a revisar el informe, vemos que dentro de este apartado aparecen en las dos primeras posiciones la creación de puestos de trabajo y la atracción de negocios.

Entonces, si no lo he entendido mal, en el mundo de la economía digital, en el nuevo escenario laboral que perfila la segunda era de las máquinas, la preocupación es enorme por los empleos, la actividad empresarial y el crecimiento económico. Pero la tecnología solo asoma allá por el vagón de cola. No está mal.

Esta desconexión entre el poder político y la nueva realidad económica cotidiana que esculpe el desarrollo tecnológico tiene su ejemplo paradigmático en la guerra del taxi: el empecinamiento en mantener un monopolio conceptualmente obsoleto por obra de la tecnología, a cambio de no enfrentarse al ruidoso lobby que lo respalda, no impide el lento declinar de un tipo de negocio en extinción en menoscabo de la calidad de servicio que reciben los ciudadanos. Lo decía ya muy bien Roger Senserrich hace cinco años:

El patrón esencial de muchas reformas que deberíamos ver es, en esencia, muy parecido a una hipotética reforma del sector del taxi. Un grupo de interés atrincherado con ingresos protegidos que vive protegido de la competencia gracias a mala legislación. 

Si en lo casi anecdótico observamos este inmenso desajuste entre la visión del siglo XX y la realidad del XXI, no cabe extrañarse de que – en lo verdaderamente estructural y esencial – ya haya quien habla de la nueva crisis urbana: el actual modelo de ciudades en el mundo desarrollado es una fuente de tensión cada vez más relevante de desigualdad social e, incluso, de pérdida de competitividad de las naciones.

Pero el desarrollo económico es solo una de las diez mayores preocupaciones de los alcaldes estadounidenses. La seguridad ciudadana, la educación, la infraestructura para el transporte, la energía y la salud – ámbitos todos ellos que no pueden concebirse a estas alturas sin una base eminentemente tecnológica – también desvelan sus noches, mientras vehículos autónomos y robots repartidores empiezan a formar parte del paisaje urbano.


No, no es que a los dirigentes públicos no les importe la tecnología. El verdadero problema es que no saben que les importa, que les tiene que importar. Por el bien de todos, más vale que se vayan dando cuenta rápido…