Bullshit, ignorancia y democracia


En apenas un par de días han caído en mis manos un puñado de textos que, individualmente, habrían simplemente captado mi atención; en conjunto, han generado un sentimiento de desasosiego que me lleva a escribir estas líneas.

Roger Senserrich rescata en Politikon un ensayo de los años ochenta: On Bullshit, de Harry G. Frankfurt, el cual me he comprado inmediatamente. Lo hace para traer a colación la situación de mentira permanente que se ha instalado en la política estadounidense en la era Trump, acrecentada en estas semanas finales de campaña electoral, y ante la cual los medios de comunicación no saben cómo reaccionar.

El mentiroso es alguien que ha hecho un esfuerzo para saber qué es verdad; su problema es que esa verdad no le conviene. Un mentiroso está haciendo algo reprobable, pero lo hace conscientemente. Un bullshitter, por el contrario, es pura, completamente cínico. El discurso racional le importa un comino, ya que la realidad le importa un comino. Un político que base su campaña en bullshit es un político que tiene un respeto nulo por sus oponentes, la evidencia empírica o sus propios votantes. 

Probablemente, el fenómeno que apuntaba hace un par de días @politibot a partir de una encuesta de Pew Research sea un muy buen caldo de cultivo para lo anterior: los estadounidenses, especialmente los de mayor edad, tienen serias dificultades para distinguir hechos de opiniones. Por ejemplo, casi la mitad de los mayores de 50 años interpretan la afirmación "los inmigrantes ilegales en Estados Unidos son un problema muy grande para el país" como un hecho, no como una opinión. Atención a dos de los factores que identifica el estudio como raíz de esta situación:

Beyond digital savviness, the original study found that two other factors have a strong relationship with being able to correctly classify factual and opinion statements: having higher political awareness and more trust in the information from the national news media.

Por otra parte, Estudios de Política Exterior analiza las claves para la segunda vuelta de las presidenciales brasileñas de este próximo fin de semana, absolutamente esenciales para el futuro de Brasil y, por extensión, de Latinoamérica. Entre las cuatro más importantes, destaca la whatsappización de la campaña - para la difusión de bullshit presuntamente financiado por empresas privadas, que ha llevado a que la candidatura de Bolsonaro sea impugnada - y la intervención de la iglesia evangélica predicando desde los púlpitos un determinado sentido de voto.

Una de las cuestiones más problemáticas en esta campaña electoral ha sido la táctica de utilización de Whatsapp por Bolsonaro para diseminar fake-news. Las noticias falsas y la desinformación han contaminado de forma muy preocupante la esfera pública. Una campaña sucia y altamente eficaz basada en la difamación que echa por tierra las formas clásicas de hacer campaña.

En estas circunstancias, no extraña en absoluto el gráfico que publica El Orden Mundial - basado en el informe 2017 del Latinobarómetro - sobre el nivel de satisfacción de los brasileños con su democracia: poco más de uno de cada diez afirma sentirse satisfecho o muy satisfecho, mientras decide si votar a un  populista de ultraderecha que no cuestiona la dictadura (esto es opinión) o al partido al que pertenecen los dos anteriores presidentes de la república, uno en la cárcel y la otra destituida (esto son hechos). Lamentablemente, el panorama no es mucho más halagüeño en el resto de la Región, sorprendiendo la benevolencia de los ciudadanos de algunos de los países mejor calificados.


Del otro lado del Atlántico, en España llueve sobre mojado. El nombramiento de José Félix Tezanos como presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) levantó una gran polémica por su evidente militancia partidista. Casualidad o no, Tezanos decidió cambiar la metodología de estimación de intención de voto en las encuestas electorales; casualidad o no, desde entonces las encuestas otorgan un resultado a su partido mucho más favorable al consenso de las encuestas privadas, de las cuales se distancia mucho en medio de grandes críticas técnicas al nuevo método, como publica hoy El País en el artículo de Kiko Llaneras Un CIS insólito.

A la vista de estos datos, lo razonable es tomar las estimaciones del CIS con cautela. No son cifras homologables a las demás. [...] ¿Deberíamos dejar de interpretar esos datos como un intento de estimar el voto más probable de los españoles? Creo que sí. 

¿Estamos ante la mayor crisis de la democracia en su historia? ¿Están la clase política y los medios de comunicación alimentando la paradoja de la verdad en la era digital? ¿Que las políticas educativas en buena parte de los países sean más un arma arrojadiza que una política de Estado contribuye a perpetuar un contexto de ignorancia que favorece esta situación?

Una reflexión profunda acerca de las respuestas es más urgente y necesaria que nunca.

[Acreditación de la imagen de cabecera]

El futuro de la educación superior


La Universidad enfrenta fenómenos de todo tipo que desafían ya no solo la forma de operar de instituciones en muchos casos multicentenarias, sino incluso su propia existencia. Por una parte, están las tensiones económicas – a las que no son ajenas universidades públicas ni privadas – y también las demográficas. Por otra, las tendencias económicas, sociales y laborales que conjuntamente impulsan la globalización económica y la disrupción tecnológica. En tercer lugar, las posibilidades de la tecnología en el ámbito docente, que hacen cada vez más innecesario que miles de profesores en todo el mundo impartan la misma clase de una determinada materia matemática, química o lingüística.

En este contexto de profundo cambio, que lleva a algunos expertos a anticipar una fuerte reducción del número de universidades durante la próxima década, está abierta una profunda reflexión sobre su rol. Profunda e imprescindible: según la UNESCO, en 2025 habrá alrededor de 250 millones de estudiantes universitarios que requerirán instituciones académicas modernas y con una propuesta de valor plenamente adaptada a la realidad del mercado laboral y del entorno de emprendimiento que se proyecta hacia mediados de siglo.

La Universidad del 2030 debe concebirse como un ecosistema dinámico y abierto de aprendizaje y emprendimiento. Un ecosistema en el que los silos se difuminan, un ecosistema mucho más líquido que en la actualidad. Las actividades deben fusionarse y abrirse: docencia, investigación, transferencia, fomento del emprendimiento deben ser tratadas como un todo armónico en el que tienen cabida profesores e investigadores, alumnos y emprendedores, empresas y profesionales.

Pero la eliminación de la estanqueidad incide también en otros ejes. En el docente, en el que fronteras disciplinares y curriculares cada vez tienen menos sentido. En el geográfico, porque la mejor clase de cualquier tema está al alcance de cualquier estudiante en cualquier momento por medios digitales; y también porque la movilidad internacional de alumnos, profesionales y emprendedores es una tendencia en auge. Incluso en el temporal, porque la cada vez más necesaria actualización permanente de capacidades está convirtiendo a la Universidad en crecientemente intergeneracional. Caminamos hacia universidades globales y enormemente flexibles para hacer frente a demandas cada vez más diversas desde todas las perspectivas: intergeneracional, intercultural, interdisciplinar.

Paradójicamente, en este escenario de diversidad extrema, en el plano formativo la clave va a pasar por la personalización de la formación, por la individualización de metodologías y recursos de aprendizaje. La tecnología y un profesorado más volcado a la gestión de comunidades de emprendimiento, innovación y aprendizaje que a la docencia como la entendemos hoy día serán los factores decisivos.

En definitiva, el gran desafío que afronta la Universidad es reinventarse completamente para preparar a los estudiantes de hoy de cara a unas profesiones de mañana que todavía no conocemos. En palabras de Joseph Aoun, de la Northwestern University, a proporcionar una educación superior a prueba de robots.

[Acreditación de la imagen de cabecera: Emilie Foyer]

El sistema penitenciario en Latinoamérica: los desafíos de un problema invisible


Durante dos días he tenido la oportunidad de participar, invitado por el BID, en el taller de innovación "Cárceles más humanas - soluciones tecnológicas centradas en la rehabilitación de las personas". Una experiencia muy provechosa, fundamentalmente por la diversidad de perfiles, realidades y geografías presentes: autoridades de las instituciones penitenciarias de diferentes países latinoamericanos (Argentina, Chile, Uruguay, Colombia, Brasil, El Salvador o Costa Rica), expertos europeos, representantes de empresas tecnológicas y de ONGs vinculadas a la reinserción de los egresados del sistema penitenciario. Intensas horas de reflexión colectiva que pusieron de manifiesto los importantísimos desafíos existentes y plantearon cómo la tecnología puede contribuir a resolverlos.

Quizás el principal problema que tiene el sistema penitenciario en América Latina es su invisibilidad. Y es invisible porque, pese a su importancia capital, ni a las autoridades políticas ni a los ciudadanos nos gusta mirar hacia él. No nos gusta conocer el insoportable nivel de hacinamiento en las prisiones. Ni que el 40% de los internos todavía no tienen una condena firme. Nos incomoda saber que más de la mitad de la población privada de libertad tiene problemas derivados de la droga o el alcohol, adicciones que persisten; que casi un tercio ya había sido condenada previamente, pero vuelve a delinquir porque no tiene oportunidades de insertarse socialmente.

Tampoco somos conscientes de que, en los últimos quince años, el número de privados de libertad en Latinoamérica se ha incrementado cerca de un 150% mientras los índices de criminalidad no descienden. Paralelamente, el populismo político penitenciario clama por un aumento de penas de prisión - tipología y duración - alentado por la opinión pública; aumento de penas que, bajo el esquema actual, no conducirán sino a mayor hacinamiento en las cárceles y a menores oportunidades de reinserción.

No nos gusta saberlo, pero el círculo vicioso Vulnerabilidad/Exclusión -> Delito -> Prisión -> Vulnerabilidad/Exclusión es un drama que afecta a 1,5 millones de familias en la región; un drama que seguirá creciendo si no se produce un cambio drástico de paradigma en la política penitenciaria, pasando de un foco de vigilancia y custodia a un foco de rehabilitación e inserción totalmente centrado en la persona.

Penal de La Esperanza, El Salvador. Foto: Pau Coll - RUIDO Photo
Es imposible enunciar en un breve artículo la totalidad de desafíos que enfrentan los sistemas penitenciarios latinoamericanos, pero sí me gustaría destacar algunos de los que se situaron en el centro del debate durante el taller, empezando por las condiciones de vida de los internos.

Cuantitativamente, la infraestructura carcelaria es insuficiente y obsoleta, generando escenarios de superpoblación - cuando no hacinamiento - agravados también por la exigua dotación de personal, lo cual redunda en situaciones de criminalización de delincuentes menores o inadecuado tratamiento de adicciones. Cualitativamente, la infraestructura está orientada a la custodia y la seguridad, mucho menos a la rehabilitación; de manera similar, en lo relativo a los funcionarios, el perfil policial y de vigilancia no está suficientemente balanceado con la dotación pertinente de profesionales educativos, sanitarios, de asistencia social o psicológica o, al menos, con una capacitación básica en estas materias. Conceptualmente, el énfasis se pone en la vigilancia y el control, cuando debiera estar situado en modificar conductas asociadas al riesgo delictual y en otorgar a los internos herramientas que faciliten su posterior reinserción.

Quizás el desafío mayor corresponda precisamente con la reinserción de los egresados del sistema, el que debiera ser su principal objetivo. Muchas mejoras son necesarias en la gestión de la transición entre la situación de interno y el egreso, en el acompañamiento activo del proceso de reinserción y en el seguimiento de largo plazo. En fin, en el diseño e implementación de políticas de inclusión post-penitenciaria que, por su propia naturaleza, deben ser de carácter marcadamente transversal, implicando a los servicios sociales, de empleo, de salud y de vivienda, entre otros.

Un tercer factor es la escasez y falta de calidad de la información con la que cuentan las autoridades para el ejercicio de su función. En no pocas ocasiones, hay carencias en datos elementales de gestión, como una identificación fehaciente y completa de la población penitenciaria o de todos los actos administrativos y judiciales vinculados a su condena, frecuentemente gestionados en papel y con rudimentarios esquemas de intercambio de información entre las instituciones implicadas. A partir de esta base tan frágil, usos más avanzados orientados al perfilamiento y conocimiento exhaustivo de los privados de libertad, para el diagnóstico y programación específica del trabajo con ellos, pese a ser esenciales, están todavía lejos de ser una realidad.

Pero, probablemente, el mayor desafío lo encontremos en el propio diseño de políticas. A día de hoy, es posible afirmar que la política penitenciaria en Latinoamérica es, en general, una política aislada basada en un modelo custodial y punitivo, en el que - salvo alguna excepción - tanto los mecanismos de reinserción como los sistemas alternativos de cumplimiento de penas (es cierto que motivados por una buena dosis de "pereza judicial") distan mucho de alcanzar el nivel de presencia y efectividad que sería deseable.

Es necesario y urgente un cambio paradigmático en la política penitenciaria, que debe pasar a ser un eslabón más de una política general de lucha contra el delito, que comienza en la prevención - muy vinculado al tratamiento de situaciones de vulnerabilidad y exclusión, con un importante factor intergeneracional - y termina en mecanismos activos de inclusión post-penitenciaria, ambos los dos principales focos de énfasis.

Estimaciones del BID sitúan el gasto penitenciario en América Latina en unos 14.000 millones de dólares anuales: una cantidad que, a la vista de los resultados y los desafíos pendientes, está muy malgastada. Y la responsabilidad no se encuentra, ni mucho menos, únicamente en las instituciones penitenciarias, que en muchas ocasiones pelean solas contra el citado populismo político penitenciario, la desidia judicial y una opinión pública que no mira, pero, cuando lo hace, es para echar más leña al fuego.

Un millón y medio de familias merecen una segunda oportunidad. Muchas de ellos se contentarían, al menos, con que les diéramos la primera.

Un "Ministerio de lo Digital" no es el camino


El mundo de esta primera mitad del siglo XXI viene caracterizado por el cambio. Por el ritmo del cambio, en una aceleración permanente, pero también por la complejidad e incertidumbre crecientes que incorpora.

Los gobiernos tienen que gestionar ciclos económicos más cortos, factores globales mucho más poderosos que continuamente amenazan con distorsionarlos, innovaciones tecnológicas disruptivas con un impacto enorme – inmediato y de largo plazo – en todos los ámbitos de la vida. En los países en desarrollo, estos desafíos vienen a sumarse a las carencias todavía por resolver en materias tan esenciales como las infraestructuras básicas, la lucha contra la pobreza, el desarrollo urbano o la educación, por citar solo algunos.

Al mismo tiempo, las expectativas del ciudadano crecen en relación con la prestación de servicios públicos de mayor calidad, que deben ser equiparables en su nivel de adopción tecnológica a los del sector privado. También demanda la ciudadanía resultados de gestión, participación y coherencia política, en un entorno en el que el ámbito de actuación de los gobiernos se hace más amplio, difuminando sus límites, y en el que el acceso a la información está, de forma inmediata, al alcance de la sociedad civil.

No resulta sencillo, desde luego, transformar las estructuras y dinámicas de gobierno para responder a las crecientes expectativas en un entorno de vertiginoso cambio. Transformarlas radicalmente, además, porque en las últimas décadas las administraciones latinoamericanas han respondido a duras penas al aumento en la complejidad de gestión que supone la multidimensionalidad de la acción de gobierno – las respuestas ya no son admisibles desde una visón sectorial, sino que en la mayoría de los casos requieren acción transversal –, la paulatina descentralización competencial y el propio crecimiento de estructuras administrativas.

Este último, el de la fragmentación institucional, es un problema que se ha venido agudizando durante los últimos años, en los que hemos asistido a la proliferación de estructuras verticales que ha venido a profundizar en la compartimentación de la gestión, cuando lo que la situación demanda es todo lo contrario: una visión holística y una fuerte coordinación de las políticas públicas.

Estos factores – rapidez del cambio, complejidad creciente de la gestión, expectativas ciudadanas al alza, inercia hacia la fragmentación institucional – implican que la aproximación tradicional a las estructuras de gobierno no sea útil para hacer frente a los desafíos del contexto digital.

Los Gobiernos necesitan ser capaces de responder a los nuevos retos y demandas de la sociedad de manera rápida, eficiente y efectiva; de anticiparse a los cambios promoviendo la acción legislativa adecuada; de transformar su manera de prestar servicio incorporando ágilmente las innovaciones tecnológicas a su operación; de mantener el acercamiento al ciudadano a través de la descentralización, recuperando la visión integral de la acción gubernamental.

En 2018, el hilo conductor de la acción transversal de gobierno no puede ser otro que lo digital. Plantear políticas públicas en salud, seguridad ciudadana, transparencia o movilidad urbana sin considerar como elemento nuclear el impacto de la inteligencia artificial, la analítica de datos o el Internet de las cosas es cerrar los ojos a los factores más influyentes hoy y, cada vez más, mañana. Hacerlo en educación, pensiones, empleo o transformación productiva es, sencillamente, no haber entendido las fuerzas que van a moldear el resto del siglo XXI.

Disponer de una arquitectura institucional que garantice esa consideración es, por tanto, indispensable para no perder el tren del futuro. Y, a mi juicio, esa arquitectura institucional debe cumplir cuatro requisitos.

En primer lugar, la condición sine qua non, el liderazgo al máximo nivel, el liderazgo presidencial. La magnitud de la transformación es tal y su impacto a todos los niveles tan profundo, que solo desde el liderazgo del máximo nivel político, solo desde el impulso presidencial, será posible alinear a todos los actores necesarios para afrontar el desafío de incorporarnos al futuro.

Después, una institucionalidad fuerte, pero no redundante ni sectorial. ¿Cómo materializar esta institucionalidad? Un “Ministerio de lo Digital”, si bien siempre es positivo que exista en tanto unidad ejecutora de ciertas políticas, no es la solución. Porque su propia existencia contribuye a aumentar la fragmentación y los enfoques sectoriales antes que transversales; porque lo digital tiene que estar plenamente imbricado en las diferentes políticas sectoriales, no impulsado o fiscalizado por un tercero; y porque ya existe el Centro de Gobierno, quien posee los mecanismos y capacidades de coordinación interinstitucional necesarios para garantizar la visión integral y coherencia de la estrategia y su despliegue. Con un mandato inequívoco, en forma de Agenda Presidencial, y con los recursos humanos, económicos y normativos adecuados, el Centro de Gobierno es la institución transversal adecuada para conducir la acción de los diferentes ministerios sectoriales, sin que ello suponga en absoluto limitar su autonomía en la ejecución.

En tercer lugar, la asimilación de que el sector privado es un aliado, no un rival. En el diseño conjunto de las políticas, en la co-ejecución, en el monitoreo y, por supuesto, en la financiación.

Y, finalmente, unas estructuras operativas que garanticen la correcta ejecución de las políticas: el éxito de la acción de gobierno pasa, necesariamente, por garantizar la implementación de las políticas diseñadas. Y, lamentablemente, muchas veces se infravalora la dificultad de llevarlas a la práctica, de hacer que las cosas ocurran.

Latinoamérica, pese a todas las dificultades que enfrenta, es una región que prospera. Sin embargo, el nuevo contexto digital viene a generar una elevada situación de incertidumbre económica y social. Mantenerse anclados en los paradigmas del pasado, agarrarse al statu quo no puede ser una opción.  Solo queda afrontar con decisión el tránsito a la economía digital, reconociendo los riesgos que entraña, tratando de que el camino fortalezca a la Región y no deje a nadie olvidado. Y, en este contexto, la arquitectura institucional que guíe la acción de gobierno es absolutamente esencial.

La tecnología: punto de encuentro entre el desarrollo económico y el social


Dice el BID en su informe Panorama de las Administraciones Públicas de Latinoamérica y Caribe de 2017: “Las desigualdades plantean un desafío crítico para los gobiernos. No sólo afectan el crecimiento económico y crean malestar social, sino que también dificultan el acceso a oportunidades y servicios públicos básicos.” Tras señalar que América Latina y el Caribe (ALC) sigue siendo la región más desigual del mundo, concluye: “Los gobiernos de ALC necesitarán diseñar e implementar políticas que promuevan un fuerte crecimiento económico y creación de empleo, mientras continúan trabajando para garantizar un acceso más equitativo a servicios costo efectivos a la población.”

Efectivamente, los gobiernos latinoamericanos vienen articulando su agenda política en torno a dos grandes ejes, pero no han logrado que ambos dialoguen. Es más, en algunos casos (en las recientes presidenciales chilenas, sin ir más lejos) se presentan ante la ciudadanía en la discusión pública - equivocadamente - como prioridades contrapuestas y casi irreconciliables.

En una esquina del cuadrilátero se encuentra el conjunto de políticas sociales y de igualdad de oportunidades. La entrega de servicios públicos esenciales (educación, salud, justicia, seguridad…), la modernización del Estado en sentido amplio (transparencia, empleo público, descentralización, eficiencia…) y las políticas sociales propiamente dichas (familia y prestaciones sociales, empleo, pensiones…) conforman este gran epígrafe de la acción de gobierno.

En la opuesta, la agenda de crecimiento económico y competitividad, encaminada a acelerar la transición desde una matriz productiva basada en los recursos naturales hacia la economía digital basada en el conocimiento. Acá encontramos las políticas en materia de capital humano, productividad empresarial, innovación y emprendimiento, internacionalización económica, modernización del mercado laboral, etc.

Desde mi punto de vista, dos ejes de acción transversales – desarrollo tecnológico aplicado por una parte e impulso serio de la evolución a la economía digital por otra – serían la base no solo para potenciar individualmente cada uno de los dos grupos de políticas, sino para dar coherencia global y compatibilizar las agendas de desarrollo económico y social.

¿No es racional pensar que, por ejemplo, la transformación digital de la salud pública, además de mejorar sustancialmente la calidad de ésta, podrá inducir innovación y empleo cualificado y, en tanto problemática compartida en toda la Región, exportaciones de valor añadido?

La clave principal está en la acción transversal de gobierno

Pero la necesaria transversalidad choca de bruces con el funcionamiento en silos - descoordinados en buena parte de los casos, incongruentes y hasta contradictorios en no pocas ocasiones - de los diferentes ministerios y departamentos de gobierno. Transformar económica y socialmente un país requiere una mirada integral al impacto que la adopción creciente de tecnologías digitales puede generar en el mismo:

  • Desde una perspectiva completa de la Administración Pública, en sus diferentes niveles (nacional, regional, local) y acorde su peso en la economía del país (en torno al 25% del PIB).
  • Considerando las tecnologías digitales como palancas transversales de productividad y desarrollo económico y social.
  • Considerándolas, asimismo, como habilitadores esenciales en la mejora de la calidad y capilaridad de los servicios públicos.
  • Bajo un prisma de cooperación público-privada, como único mecanismo viable para el desarrollo digital de un país.
  • Y como política de impulso desde la demanda de una industria específica, la de las tecnologías digitales, llamada a cobrar un peso cada vez más relevante en la matriz productiva y laboral latinoamericana.

Sí, es imprescindible una evolución clara en la consideración de las políticas de desarrollo digital y modernización del Estado: es tiempo de que dejen de ser un capítulo más en programas y agendas y se conviertan en un instrumento efectivo para lograr un impacto transversal en la acción de gobierno. Lo cual, por cierto, nunca será posible sin un liderazgo claro en su diseño y ejecución, tanto orgánico como político y presupuestario: algo de lo que estamos muy lejos en la gran mayoría de los países.


Según mi manera de verlo, el enfoque adecuado para estas políticas debe combinar tres aproximaciones:

  • La pragmática, basada en la adopción de las tecnologías digitales en aquellos ámbitos (de servicio público y/o actividad económica) que se pueden beneficiar de la misma directamente y en el corto/medio plazo.
  • La audaz, basada en la búsqueda de espacios de transformación y leapfrogging, desde una mirada tanto de cambio de modelo productivo, exportación de valor añadido y apalancamiento en las ventajas comparativas del país, como de mejora radical de los servicios públicos.
  • La estructural, basada en establecer políticas transversales que sirvan como soporte de largo plazo a los diferentes ámbitos de actuación que se proponen seguidamente.

Los espacios para actuar

Así pues, tenemos hasta el momento las siguientes ideas: política integral y transversal al gobierno, liderazgo efectivo cercano a los centros de decisión y combinación de perspectivas pragmáticas, audaces y estructurales. Ahora bien, ¿cómo, a qué y cuándo aplicar esas ideas?

Para no hacer eterno este artículo, la respuesta a esa pregunta quedará para uno próximo. Simplemente introduzco en la siguiente figura un framework para las políticas de desarrollo digital que enmarca las ideas presentadas en los párrafos anteriores y que creo puede dar respuesta al desafío de ordenar la acción de gobierno en este ámbito:

  • Arquitectura institucional transversal al gobierno
  • Medidas basales o estructurales de medio y largo plazo
  • Iniciativas para la adopción y la innovación digitales (al igual que para el punto anterior, los contenidos de los cuadros son meramente ilustrativos)
  • Espectro de actuación que abarca desde los servicios públicos hasta la economía digital



Regreso al punto de partida. No, no es ni mucho menos imposible conciliar la búsqueda de la mejora de oportunidades y la reducción de la desigualdad con la transformación del modelo productivo y el impulso del crecimiento económico. Y, muy probablemente, la principal clave para lograr esa conciliación es la tecnología.

[Referencias de las imágenes: cabecera salud e intermedia industria 4.0]

Las factorías de followers y el mea culpa de Jack Dorsey


Hace unos días, se hacía público el auto del fiscal Robert S. Mueller sobre la intervención de Rusia en las elecciones presidenciales de Estados Unidos que condujeron a Donald Trump a la Casa Blanca. Y sus conclusiones parecen claras: se habría orquestado una potente (y cara) maquinaria rusa a través de las redes sociales para, efectivamente, tratar de influir en el resultado del proceso electoral.

Poco antes, el New York Times destapaba, en un magnífico artículo, el negocio de las factorías de followers, la nueva economía negra 2.0: millones de dólares destinados a fraude en redes sociales que incluye cuentas y seguidores falsos, bots insaciables y robo de identidades, ante la inacción, pasividad, indiferencia o incluso complicidad de Twitter, Facebook y demás.

Devumi, una compañía que promete “acelerar tu crecimiento social” y que tiene por clientes a online influencers que van desde deportistas y cocineros a artistas y políticos, ha vendido 200 millones de seguidores en Twitter a 39.000 clientes, facturando más de seis millones de dólares. Tras el artículo del Times, el Fiscal General de Nueva York abrió una investigación sobre Devumi. Casualmente, el servicio de venta de followers de Devumi aparece como no disponible en su web (aunque sigue vendiendo suscriptores para canales de YouTube).



La realidad es que las redes sociales empezaron siendo un lugar estupendo para relacionarte con tus amigos y familiares, para dar rienda suelta inofensivamente a esa tendencia al exhibicionismo que todos tenemos, e incluso para relacionarnos con nuestros cocineros, futbolistas, cantantes o marcas favoritos. Pero, como dice María Ramírez, ahora son una máquina de propaganda y un mortal enemigo de los medios tradicionales en la captura del ingreso por el click. Sea el click que sea, eso no importa: el precio lo paga el discurso público.


Esta misma semana, el fundador y CEO de Twitter, Jack Dorsey, entonaba - ¡al fin! – un mea culpa que sonaba sincero. Dorsey dice varias cosas interesantes:

Nos encantan los mensajes y conversaciones instantáneos, públicos y globales. Eso es Twitter y por eso estamos aquí. Pero no predijimos ni comprendimos completamente las consecuencias negativas en el mundo real. Las reconocemos ahora, y estamos decididos a encontrar soluciones integrales y justas.

Hemos sido testigos de abusos, hostigamiento, ejércitos de trolls, manipulación a través de bots y humanos coordinados, campañas de desinformación y cámaras de eco cada vez más divisivas. No estamos orgullosos de cómo las personas han aprovechado nuestro servicio ni de nuestra incapacidad para abordarlo lo suficientemente rápido.

Lo que sabemos es que debemos comprometernos con un conjunto riguroso e independiente de métricas para medir la “salud” de las conversaciones públicas en Twitter. Y debemos comprometernos a compartir nuestros resultados públicamente para beneficiar a todos los que participan de la conversación.

Todo lo anterior no hace sino acentuar la crisis de la verdad en la era digital que comentábamos en un artículo anterior: la desinformación en las redes sociales es un problema muy serio. Y la independencia de los medios, otro más grave aún. Nos enfrentamos a una paradoja: la tecnología ha hecho la información instantánea, directa y ubicua… en perjuicio de la verdad.

Ya, pero ¿dónde están las raíces de este problema? Todo apunta a dos lugares. Por una parte, al comportamiento humano – limitada atención y menor criterio – en un contexto de inundación informativa.

No, no es una mera apreciación intuitiva y gratuita. Scientific American explica en este artículo cómo incluso en un mundo perfecto, donde todo el mundo quiere compartir noticias reales y es capaz de evaluar la veracidad de cada publicación, las noticias falsas todavía llegarían a miles (o incluso millones) de personas, simplemente debido a la sobrecarga de información. O, más prosaicamente:

It is often impossible to see everything that comes into one’s news feed, let alone confirm it. If you live in a world where you are bombarded with junk—even if you’re good at discriminating— […] you still may share misinformation.

El modelo matemático original se publicó en Nature bajo un título sumamente descriptivo: “Limited individual attention and online virality of low-quality information”. Sus autores sostienen que tres factores explican la incapacidad de una red para distinguir la verdad de la falsedad, incluso aunque los individuos puedan: la enorme cantidad de información que existe, la cantidad limitada de tiempo y atención que podemos dedicar a ella y la estructura de las redes sociales subyacentes. Los tres conspiran para difundir la peor información a expensas de la mejor. El modelo establece una correlación muy débil entre la calidad y la popularidad de la información; predice, además, que la información de mala calidad tiene tanta probabilidad de hacerse viral como la de buena.

La segunda causa tiene que ver con los modelos de negocio asociados al así llamado capitalismo digital, modelos que fomentan el sensacionalismo, el click por el click, la viralidad por encima de la veracidad. The Guardian – obviamente juez y parte en este dilema – publicaba hace un año un artículo demoledor contra la voracidad de los gigantes digitales, de los frightful five.

The problem is not fake news but a digital capitalism that makes it profitable to produce false but click-worthy stories

Y hasta aquí lo fácil: la descripción de la solución y el atrevimiento para intentar sentar las causas. ¿Por dónde van las soluciones, entonces?

Quizás lo más sencillo sea identificar por dónde NO van las soluciones. Desde luego, por lo antes indicado, parece que no nos podemos fiar al comportamiento humano. Y menos en un contexto en el que las redes sociales evolucionan y van ocupando paulatinamente el lugar que le correspondía a la televisión: son las encargadas de entretenernos más que de informarnos, de hacernos sentir más que de hacernos pensar.

Tampoco parece que el camino sea contratar ejércitos de humanos que, como en Google o en Facebook, se dediquen a revisar manualmente la credibilidad de las informaciones. Aunque, sin duda, sería una gran fuente de empleo: la compañía de Mark Zuckerberg ya dispone de más de 8.000 empleados dedicados a estas labores.

Y me da auténtico pánico pensar en leyes, regulación e intervención gubernamental sobre contenidos en redes sociales. Con una China y los patéticos intentos del gobierno de España para emularla ya nos llega.


Es más que probable que la solución pase por el desarrollo tecnológico, por la aplicación de inteligencia artificial y algorítmica a los contenidos, sus fuentes y sus patrones de difusión a través de Facebook o Google. El propio Jack Dorsey en su tweet hace referencia a medir algorítmicamente la “salud” de las conversaciones en Twitter, a partir de una propuesta de Cortico, una iniciativa surgida del MIT Media Lab cuya meta es precisamente esa: desarrollar métricas de salud de las conversaciones públicas mediante de big data y analítica avanzada. ¡Pero ojo con el big data y con los robots censores!

Mientras la ciencia de datos avanza en su aplicación a esta problemática, una solución transitoria y parcial puede provenir de sitios independientes que verifiquen la veracidad de las principales noticias publicadas conforme a unos principios claros y auditados; sitios como Snopes, Politifact o factcheck.org. Aunque, ¿quién vigila al vigilante? Quizás el crowdsourcing pudiera contribuir a avanzar en este terreno.

Otros proponen migrar los canales. Iniciativas como Politibot, un chatbot a través de Facebook Messenger que incluso se atreve a desafiar las cámaras de eco (por cierto, yo interactúo diariamente con él y merece mucho la pena); o tratar de solventar la mínima fricción de los formatos de las redes sociales a través de podcasts o píldoras de vídeo que ralenticen la naturaleza de la interacción por parte de los usuarios.

Y, finalmente, hay quien piensa que los dos puntos anteriores son el medicamento que suaviza los síntomas pero no ataca de raíz la enfermedad. Que la única solución es repensar los fundamentos del capitalismo digital.

We need to make online advertising – and its destructive click-and-share drive – less central to how we live, work and communicate

Suena muy bien, pero ¿cómo se definen los nuevos fundamentos? ¿quién y cómo los aplica? ¿cuánto tiempo tardará en implantarse si es que realmente se puede implantar?

Desde luego, las soluciones no son sencillas. Pero, como dice Jack Dorsey, si no reconocemos que el problema es grande y nos comprometemos a buscarlas inmediatamente, quizás dejen de ser complejas y se vuelvan inexistentes.

[Acreditación de la imagen de cabecera]