Por qué la certidumbre regulatoria es un problema en la economía digital


La semana pasada vivíamos un nuevo capítulo de la encarnizada batalla legal que Uber pelea en Europa desde hace varios años. El Tribunal de la UE dictaminó que es una empresa de transporte y no un servicio digital, decisión que genera los siguientes efectos:

  • En la práctica, ninguno. En España, de donde proviene la denuncia por parte de las asociaciones del taxi, tanto Uber como Cabify operan (y podrán seguir operando) mediante licencias VTC. Incluso la tan cacareada prohibición del servicio en Londres no ha sido efectiva ni, probablemente, lo llegue a ser.

  • Los lobbies de la obsoleta industria del taxi cantan una victoria que no es tal, presionando para que se limite la liberalización de licencias, atrincherándose en sus propios intereses monopolísticos. El Estado, de momento, consiente protegiendo vía autorización administrativa oligopolios regulados ineficientes, cerrados a la competencia y que penalizan a los usuarios finales.

  • El transporte se regula al nivel nacional. Quiere decir que, en la Unión Europea, 28 países desarrollarán 28 normas distintas. Y que, en algunos como en España, gobiernos autonómicos y locales dispondrán de sus propias normas subnacionales. Una fragmentación regulatoria inmanejable, en un mercado de servicios (sean de transporte o de cualquier otro ámbito) cada vez más global y que, por tanto, demanda normas globales. La legislación europea golpea los tímidos intentos de la Comisión por establecer líneas comunes en torno a la economía P2P y su potencial de generación de empleo y crecimiento económico.


Mientras tanto, en Estados Unidos, Lyft ofrece servicios sin conductor en Boston y Google, a través de su filial Waymo, hace lo propio en Phoenix. En Europa lobbies y legisladores se empeñan en proteger los intereses establecidos; del otro lado del Atlántico, las empresas tecnológicas innovan y prueban en real el futuro presente del transporte al tiempo que startups de la movilidad florecen sin mayores trabas, sin que nadie intente ponerle puertas al campo.

En este contexto, no es de extrañar que en la carrera digital el ganador sea Estados Unidos. Porque Europa es incapaz de generar un marco legal unificado que, de una vez, proteja al que arriesga a través de la innovación frente a los gigantes incumbentes. Y porque se empeña en convertir la mayor fortaleza del viejo continente - la riqueza de su diversidad cultural - en la ya citada desesperante fragmentación regulatoria. Los datos son elocuentes (Fuentes: WEF y NY Times).




Es evidente que regular la realidad vertiginosamente cambiante de la economía digital no es fácil en absoluto. Pero no es menos cierto que los esfuerzos de los gobiernos por fomentar la innovación y el emprendimiento de base tecnológica se diluyen como un terrón de azúcar en el amargo café de la legislación general y de los intereses económicos. ¿Por qué?


  • Por una parte, está la estructura en silos ministeriales de los gobiernos. La mayoría de las veces, el uno no sabe lo que está haciendo el de al lado. Con una mano se crean e impulsan agendas de fomento de la innovación y desarrollo digital que con la otra se frenan - si no se anulan - con medidas sectoriales. Esta estructura no puede funcionar en una economía en la que las fronteras entre sectores de actividad se están difuminando hasta desaparecer en no pocos casos. Estamos ya en un mundo de ecosistemas digitales que no entiende de límites administrativos.

  • Por otra, los viejos paradigmas sobre la legislación quizás deban cambiar. Es posible que la permanencia y la estabilidad, el largo plazo, ya no sean lo más conveniente. Podría ser que debiéramos empezar a entender la legislación como un proceso iterativo, imperfecto pero dinámico. La velocidad de los cambios, la inmediata escalabilidad que genera el efecto de red de la economía digital, las cada vez menores barreras de entrada a nuevos competidores invitan a asumir riesgos, a evolucionar hacia una regulación anticipatoria. Quizás haya llegado el momento de gestionar el riesgo regulatorio, en lugar de evitarlo; de cuestionar si la aplicación de principios tradicionales, como el de precaución, podría inhibir la innovación productiva de manera calamitosa.

  • En tercer lugar, los mercados regulados pueden tener sentido en determinadas circunstancias técnicas, económicas o de servicio. Pero las cosas cambian, y mucho, con la tecnología. ¿Por qué mantener cerrado un mercado para eternizar un servicio mediocre? ¿Por qué no abrirlo a nuevos competidores que, apalancándose en la tecnología, pueden incrementar sustancialmente calidad, precio y eficiencia?

  • Finalmente, con la revolución digital el foco legislativo no ha mostrado la capacidad de adaptarse. ¿De verdad lo relevante es si Uber es una plataforma digital o una empresa de transporte? Cuesta creerlo en la época del florecimiento de la inteligencia artificial, de la biotecnología, de los vehículos autónomos o de la ciberdelincuencia. Cabría pensar que el legislador deba poner algo menos de foco en las presiones de la industria hotelera contra Airbnb y prestarle más atención a cómo va a controlar los cárteles algorítmicos.



¿Y cómo se sitúa Latinoamérica en este contexto? Como indica Pedro Farías, debatiéndose entre la regulación inteligente y la burocracia. Efectivamente, las dudas e incertidumbres que afectan a Europa no están ausentes en la región. La polémica con Uber, sin ir más lejos, afecta a países como Argentina o Chile. En este último, el parlamento se encuentra tramitando una legislación específica en esta materia que, siendo una buena noticia en sí misma, arroja tantas luces como sombras.

Sin embargo, prefiero destacar la importantísima oportunidad que afronta la región. Desde las instituciones multilaterales, se están impulsando muy relevantes políticas comunes para la economía digital, desde un mercado único digital latinoamericano comparable en población al europeo - y que choca, cómo no, con la "obsolescencia" de marcos regulatorios nacionales "demasiado heterogéneos" - hasta la Agenda Digital de la Alianza del Pacífico, con uno de sus ejes prioritarios enfocado a la normatividad común.

Sí, Latinoamérica enfrenta la oportunidad de quemar etapas en su competitividad evitando los errores cometidos por otros, en beneficio de su desarrollo económico y social. Pero ello pasa necesariamente  por un cambio en la mentalidad regulatoria de gobernantes y legisladores. Por que entiendan que la regulación preventiva no es el único camino, ni siquiera el mejor. Que los entornos abiertos, el apoyo a la innovación y la competencia, junto con la tecnología, son el camino para el desarrollo de la economía de la región y del futuro laboral de los latinoamericanos.

Parafraseando a Ignacio de León, quizás la mejor forma de lidiar con la economía digital es trabajar de cerca con sus actores, con la serenidad del domador de elefantes, en lugar de entrar en pánico al verlos entrar en la cristalería.

[Acreditación de la imagen de cabecera]